César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
La Cámara de Diputados de Méjico, después de pasar por el Senado, ha aprobado una ley que consagra el primer viernes de marzo de cada año como "el día nacional de la oratoria".
Qué decisión tan simbolizante. Ese mensaje a la nación tiene la fuerza de un estampido auroral. Reconoce que la palabra es todo. Creó el universo cuando Dios dijo "hágase"; es epicentro germinal que se convierte en manantial de vida; impulso que se incrusta en la materia para transformarla en dinámica inteligente; construye o pulveriza; es la columna matriz de la civilización.
Qué sería de la humanidad si todos fuéramos mudos. Saramago se imaginó una ciudad de ciegos. Pero tenían el bordón de una lengua defensiva. Con ella tanteaban, orientaban las pisadas de una comunidad que había perdido la capacidad de ver, por fortuna con oídos que captaban los desesperos angustiosos. Los vocablos se habían mutado en brújula que señalaba la ruta de los vientos, ayudaba a conectar los hilos de la memoria, transformados en puntal geográfico, en clamor de esperanza en esa terrible noche de invidentes. Poco importaba la oscuridad densa, profunda y sobrecogedora, el grito desesperado por reencontrar sus nidos hogareños, las pesquisas ansiosas para saber la suerte de los suyos. Ese era un extravío colectivo, un caminar sin saberse hacia dónde, un adivinar tormentoso. Pero les quedaba el lenguaje.
¿En esa metrópoli desafortunada debían entenderse con la alocada parábola de los movimientos? Sí. ¿Cómo sería aquello, reducido a unas manos bamboleantes o plegadas, vencidas por el cansancio o clamoreando para transmitir un recado por señas? Utilizarían todos el ajedrez de los gestos, provistos solo de ojos para no perder un ápice del vaivén de los dedos, extendidos como flechas verticales, encocados los puños o batiéndolos en filigranas ondeantes, para sobreponerse a un mutismo inútil y desolador.
Nadie se asoma a una tribuna sin saber qué va a decir. Es imprescindible elaborar antes los itinerarios de las prédicas, analizar las prioridades, qué espacios se dedican al desarrollo de las tesis y cuándo debe vibrar la emoción, en un compás de suspensos preordenados, lentos, luego rápidos y emotivos, ya reflexivos y con voz grave para sembrar enseñanzas, y por último, altisonantes y clamorosos para tensionar al público. Recuérdese a Jorge Eliécer Gaitán.
El orador debe tener una psicología intuitiva que capta en los rostros la penetración que logra, el énfasis que conmueve, y de acuerdo con esa percepción extender o finalizar la intervención.
Este escenario requiere una antesala intelectual. Leer, leer y leer. La digestión previa al estallido verbal del ágora, requiere pensar, meditar y decidir. Detrás de ese tinglado de oropel, los surcos de la cultura deben semillarse con intensas introversiones que dan seguridad y lejanía en el manejo de los balcones. No es posible que un bárbaro se suba a una tribuna, y si lo hace, lo abuchean. En la plaza pública, como en el foro, se pavonean los que razonan, surgen allí los elitismos y se imponen los que demuestran que tienen abastecidas las despensas del cerebro.
La palabra proviene de una máquina mental. Muy adentro se esconden las sutiles piezas que tienen espacio científicamente ubicable. Cuando entran en funcionamiento es música bailable en los labios de Londoño y Londoño, martillo que hace vibrar el alma del acero en la garganta de Silvio Villegas, estro privilegiado en la basílica iluminada del Mariscal Alzate.
Lo que dispuso el parlamento de Méjico, hurga, remueve, sacude, incita, reta, fija linderos lejanos a la juventud. Quien atienda ese llamado del legislador demuestra que tiene vocación de grandeza.
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