Robert Greene es un escritor apasionante. Sus libros se venden por millones en todo el mundo. En "El Ateneo", la majestuosa librería de Buenos Aires, encontramos un estand con más de cien volúmenes de "Las 48 Leyes del Poder". Ahí nos informaron que era una obra de venta imparable. En "Dioses y Héroes de la Antigua Grecia" Greene nos pasea por todo el santoral pagano de la antigüedad, comenzando por Zeus, insaciable fornicador, sátiro incontrolable que hizo suyas las doncellas del Olimpo detrás de un cortinaje de nubes de algodón. "La Hija de Homero", también de Greene, es un retablo sobre personajes de leyenda, sorprendiéndonos al descubrir que Penélope era una insaciable prostituta. Finalmente "El Arte de la Seducción", es un espléndido estudio sobre la libido que abruma a la humanidad, tal como lo relata el libro Génesis de la Sagrada Escritura. El imperio del sexo es un punzante tormento de los hombres.
Obviamente, la mujer es el personaje central. Coqueta desde la creación, atractiva y hermosa cuando revientan sus quince años, espléndido su templo físico entre los veinte y los cuarenta, madura y experimentada hasta los sesenta, memoriosa y melancólica cuando el sol de los venados marchita y cubre su cuerpo de ropajes vespertinos.
Es inagotable y novedoso Robert Greene cuando en su estudio detalla la capacidad diabólica de seducción que han tenido las vampiresas en todos los tiempos. Ellas se pasean por la historia como un imán que coloca a sus pies las pasiones masculinas, subyugando y esclavizando a sus víctimas. Abren a veces una amplia brecha de esperanzas, encarcelando en las alcobas a sus elegidos para beber, entre fogones ardientes, el licor de las mandrágoras. O arropándolos con tibias frazadas y, finalmente, con lágrimas y suspiros entrecortados, rogar que las deliciosas escenas que las transportó a las regiones del delirio, no terminen en tristes desengaños. Ese teatro es enervante. Tales princesas que enloquecen pertenecen a las casas reales, son las consentidas de los magnates del dinero, o bien salieron de las barrriadas con estampas hechiceras, inteligentes y atrevidas que, poco a poco, lograron infiltrarse en los salones de los privilegiados.
Son estimulantes las proezas en el amor. Es Odiseo atrapado por Calipso mendigándole el calor de su cuerpo. Lo detiene por siete años y le promete eterna juventud si la acepta como esposa. Es Alcínoo que le ruega se case con su hija. Es Atenea que le muestra a Itaca, su patria amadísima, en un incitante lenguaje alegórico. Concluye con el retorno a sus lares, dándole muerte a los pretendientes de Penélope. Se pone fin al bodegaje en las aguas del Ponto, porque según Homero, Odiseo "está deseoso de ver el humo de su país natal". ¡Cómo es de insondable y evocante esta metáfora!
Cleopatra se pasea por las tranquilas aguas del río Nilo con esplendor oriental, ataviada con faldas bruñidas en resplandecientes adornos y blusas que dejaban ver el pináculo de sus senos temblorosos. Ella puso al servicio de su sexo a Julio César que por los placeres frenéticos en el horno de las alcobas, arriesgó el imperio y a Marco Antonio, idiotizado. Por las incontenibles exigencias nocturnas de la cortesana perdió el poder y la vida.
Josefina acabó con la independencia de Napoleón. Lo convirtió en un pelele. Armado en hierro, hosco en el trato, con voz seca para el mando, era, sin embargo, una pobre gelatina moldeada a gusto de su imperativa mujer. Ella era viuda, de treinta y tres años. Napoleón desde los campos de guerra le escribe: "Trabajo para estar cerca de ti; me muero por estar a tu lado". A cambio de la devoción obsesiva que le tenía, recibió el desdén como respuesta y por último la infidelidad. En el lecho de moribundo, la última palabra que pronunció el hombre más grande de Europa en su tiempo, fue: "¡Josefina!" Ella era fría y lejana. Napoleón volcánico en el amor. Ella ruda en el trato, él vehemente y sumiso. Ella coqueta. Él rendido ante su altar. Es imposible hacerle seguimiento a los múltiples capítulos del libro. Son historias picantes, de personajes cuyas vidas incitan a la curiosidad por la impronta que tuvieron en faenas memorables, postrados ante las diosas que enervan con sus perfumes tentadores y coyundan ante el imperio de sus caprichos. Ellas son reinas en el arte de la seducción. Son los guiños, es el declive del corazón ante las frases insinuantes, es la ternura pecaminosa debajo de los edredones, es la enredadera pasional que, en la intimidad, se enrosca jadeando por las lisas laderas recorridas por labios ardorosos.
Greene, intelectual profundo, relata y justifica la cadena de deslealtades que sirven de condimento a las travesuras humanas. Ella lisa y peligrosa como áspid, él subyugado por el sexo.
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