Todo libro que se lee deja enseñanzas. Algún capítulo, comentarios de profunda significación, incluso frases de relumbrón, quedan estampilladas en nuestra memoria.
De tantas cartas salidas de corazones atormentados, nada es comparable a las escritas por Silvio Villegas a una amante secreta que tuvo en Manizales, recopiladas por Otto Morales Benítez y publicadas con el título de "La Hada Melusina". Qué conmovido sacudimiento literario, qué lucidez, qué lirismo que deja viendo chisperos al lector.
Cómo no recordar de Bernardo Arias Trujillo la misiva a Josefina Dugand o los espasmos lujuriosos enclavados en "Risaralda", febril relato de vaqueros en ese valle de Sopinga. O el retablo ditirámbico de Aquilino Villegas sobre la declamadora Bertha Singerman. O la deslumbrante indagatoria de Gilberto Alzate.
Hay libros patéticos. "Lolita" de Vladimir Nabokov es una historia desgarradora. Un hombre entrado en años se apasiona enloquecidamente de una jovencita que lo trastorna y esclaviza. Puso a sus pies la vida, su dinero, el tiempo, todo, para retenerla como amante. Ella lo evade y escapa. Su protector la busca, recorre geografías, la desentierra. Le implora, se desgrana en lágrimas incontenibles, rogándole que regrese a su lado. Nada logra. Había sido conquistada por un rudo mozalbete y con él se queda.
"El Amante Japonés" es la última novela escrita por Isabel Allende. No la mejor.
Alma Belasco es una mujer adinerada, entrada en años y Ichimei Fukuda, su jardinero. Como ocurre en todas las novelas rosas, ella se encariña con adoración volcánica de quien raspa la tierra y cuida de sus flores. Alma es una varona no encasillable en linderos estrechos, sino abierta al arte y a los desfogues de amor. Envejece. Encuentra a un homosexual que termina siendo su esposo cornudo. No olvida a Fukuda.
Engaña a un marido indolente que más sabe de efebos que de mujeres. Pese a ser una anciana, utiliza la clandestinidad para escapar de su residencia en busca de quien atormenta su corazón. Espera por largas horas el repique del teléfono, se mimetiza, cambia de ropa, camina en puntillas, atisba por las rendijas, cubre su ojos con redondas gafas negras, forra su cabeza con un mantón oscuro, prende su carro y desaparece.
Allá en la covacha íntima, velozmente se desnuda para entregar su cuerpo -mapamundi de estrías- al manoseo amoroso del frenético oriental. Predispone su sexo de vigor otoñal a unas faenas de gladiadores que, debajo de las sábanas, entrecruzan besos y aullidos de fieras en celos. La señora Belasco no extraña el cuarto destartalado, con detritus de ratas, y pese a ser una rica comodona, se abaja a esa guarida para solaz del ardiente japonés, convertido en tiranuelo que sabe exprimir, en estertores delirantes, los restos finales de una vida sexual
en extinción.
Fukuda se casa. Ella sigue buscándolo y logra que sea infiel para reempezar todos los días las orgías de unas fornicaciones que, por ser las últimas, se volvían desesperadas y lloronas en la intimidad. Ella apuraba los pocos restos de la copa de vino. Restablecía pasajeros recuerdos de lo que había sido la embriaguez de la entrega cuando todas las energías trepidaban en su cuerpo. A cada batalla extenuante, entre cobijas con su amado, le daba la dimensión de ser la clausura de una líbido ya agotada.
Obviamente Alma seguía embeleñada del hortelano. Era su escondido tesoro que no abandonaba, la tabla de salvación de una pasión tardía. Todo podía tener un fin, menos los edredones confidenciales, testigos de su entrega como leona furiosa. Fakuda era su sol vesperal, el último arrebol para su apetito glotón. En esa triste ancianidad, Alma Belasco podía hacer suyas estas palabras que según Bernard Shaw le dijo el viejo César a Cleopatra: "¡¡Ay mis arrugas, mis arrugas!! ¡Y mi corazón de niño!".
El sexo, sobre todo el femenino, no caduca. No es pasajero como lo sostiene Frederic Beigbeder en su gracioso libro "El amor dura tres años". El de Alma se agazapaba en las cenizas, pero de los rescoldos agónicos resucitaba una y otra vez para apurar el zumo que destilaba el manantial que se extinguía. Circunstancias que son más dramáticas en la concupiscencia masculina.
Isabel Allende es propietaria exclusiva de relatos fantásticos. Su mente maquina historietas increíbles que sabe magnificar con su estilo vital que se manifiesta en páginas de entonación fiestera, todas bailables por las melodías que le incorpora. Además enfrenta diarios dramas humanos de habitual ocurrencia, porque el amor no tiene edad.
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