En la ética cristiana, la virtud más excelsa es la del perdón. No es fácil extender la mano a quien nos ha ofendido, y es más difícil practicarlo cuando el agravio nos ha producido desgarramientos feroces. Hemos mirado, con horror, cómo la vida no vale nada. Estamos los colombianos inmersos, desde hace más de cincuenta años, en una macabra barbarie. Qué escenas apocalípticas hemos visto en una televisión que, desnuda de pudor, muestra el desfile hacia ninguna parte de unos mártires inocentes convertidos en adoloridos guiñapos. ¿Cómo y por qué hemos tomado los atajos de una insensibilidad brutal que, con el correr del tiempo, nos acostumbró a mirar con displicencia esos lúgubres escenarios, cada día de una dimensión mayor?
Más de cinco millones de personas han sido desplazadas de sus tierras que, en caravana como judíos errantes, se han tenido que trasladar, contra su voluntad, a otros territorios. ¿Cómo las reciben? Como sobrecarga molesta, que llena de problemas las pequeñas aldeas a donde arriban mendigando limosnas, y solicitando cualquier espacio en donde puedan trabajar para conseguir el sustento de los suyos.
Las ciudades están saturadas de víctimas de la violencia. Bogotá es uno de los epicentros con más recarga de seres ambulantes que, en los extramuros, se amontonan en casuchas de cartón. Pululan allí niños sin ropa, mujeres con faldas raídas, hombres que evidencian su desespero, con rostros de angustia y de rabia, todos con caras escurridas y ojeras de un amarillo desteñido. Periódicamente las fuerzas policivas tienen que desalojarlos de esos barrios de invasión porque los predios ocupados por las vías de hecho son de propiedad privada. Mírese los paraderos de los vehículos en donde hay semáforos y ahí merodean. De madrugada, en verano, visítese los ranchos de esas legiones de seres desocupados y, peor aún, en inviernos inclementes y se encontrarán pequeños núcleos humanos buscando en dónde guarecerse de las goteras que se filtran de los endebles techos de papel.
En la memoria y el corazón cargan sus muertos. Padres masacrados, mujeres violadas, niños huérfanos, viudas abandonadas, todos con rabiosos resentimientos contra el Estado, contra las clases acomodadas, contra los que visten con decencia, contra los taxis en los que viajan quienes tienen dinero para pagar el servicio. Ellos son el desecho de la violencia.
Y saber que para lograr la paz, tienen, -tenemos- que perdonar yo, tú, nosotros, vosotros, ellos, en un acto sublime que habrá de restañar, para siempre, las cicatrices recibidas. Si se cultivan odios, si a Caín ahora no lo aceptamos como hermano, pese al homicidio cometido en su hermano Abel, nunca llegaremos a una reconciliación fraterna. Es posible que no se encuentre un manto de olvido, que sigan para siempre goteando los ojos lágrimas de dolor, que la memoria de los cadáveres nuble los espacios del alma, que los recuerdos impacienten y astillen el sendero de la vida. Hay que
perdonar.
Tenemos el ejemplo dramático y conmovedor de la única supérstite de la familia Turbay. La guerrilla asesinó en vil emboscada a su señora madre y a todos sus hermanos. Tradicionalmente este apellido representaba las altas jerarquías del Partido Liberal en el Departamento de Caquetá. Esta dama, inteligente y bien ilustrada, viajó a La Habana, como víctima, y aceptó el perdón de la guerrilla. ¡Qué nobleza y qué insondable valor!
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