César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
La vida es una tómbola. Lo habitual caduca y el devenir se acomoda a inesperadas circunstancias. Todo oscila. No hay arraigos definitivos y un mudable horizonte tizna de sorpresas los itinerarios programados.
Jamás pensé vender mi cortijo. Fueron míos los mugidos de la cornígera vacada, el bailarín jugueteo de los becerros y el preventivo ladrar de mis perros. El aire se renovaba cada mañana porque bajaba fresco del pulmón de los cerros, y los ojos tomaban posesión de glaucos horizontes. Allí, sobre plácida ladera, contemplaba confines cerúleos, escuchaba las cantarinas aguas del río y soñaba imposibles. Construía castillos aéreos, viajaba en Clavileños hacia mis territorios íntimos y utilizaba el tiempo en infatigables lecturas. Shakespeare y Cervantes sí, también Homero y Virgilio, sin olvidar los clásicos griegos, amartelado con el estilo serpenteante y florido de García Márquez, saboreando a William Ospina, sin dejar de captar en toda su dimensión a Saramago. Aquello era una bohemia espiritual y un delirante frenesí de prosas.
Ferié mi estancia campestre. No me importaron los saltos de los potros, los toros de retorcidos cuernos, la espuma de las postreras, ni la sartén familiar para los condumios.
Acostumbré mi oído al silencio de los mirlos.
Pero… ¿qué de mis libritos… así en cariñoso diminutivo? ¿Qué con estos centenares que compré, uno a uno, en ofertas nacionales y extranjeras, preguntando aquí y averiguando allá? ¿Qué por los que nacieron de la acuciante inspiración de Bernardo Arias Trujillo, Silvio Villegas, Benjamín Baena Hoyos, Miguel Álvarez de los Ríos, Ernesto Gutiérrez Arango, Rafael Arango Villegas? ¿Cómo desprenderme de estos títulos que engloban los mejores poemas de todos los tiempos?
Cuántas veces fui roedor de cuchitriles, en cuántos removí montículos de incunables para buscar “Por los Caminos de Sodoma”, “La Canción del Caminante” o “Asistencia y Camas”. Era una discreta y fatigante labor que me trasladaba a esos bodegones manejados por desconfiados ancianos de mirada triste, siempre prevenidos contra los embaucadores.
¿Es posible -ahora- dejar a la intemperie mis autores favoritos, abandonar sus enseñanzas estéticas, olvidar el rumor de los anaqueles que incitan a las fornicaciones intelectuales? Belisario Betancur regaló a la Universidad Pontificia de Antioquia millares de libros que había acumulado en su vida de demiurgo. Cuando embalados salían de su residencia, este lírida lloró. Augusto León Restrepo navegó en ebrias barcazas después de donarlos a la ciudad de Anserma.
Los herederos de mi sangre son modernos y poco leen. Se han orientado por lo práctico e intuyo que me consideran un despabilado que embolato el tiempo en actividades que no rentan. Mientras ellos hablan de vehículos de última gama, descalifican las inversiones agrícolas y se burlan de los que deambulan por edenes encantados, yo me aíslo y escucho sus diálogos sobre temas económicos. Me observan de reojo, hacen bromas cuando me ven, con moroso deleite, pasar páginas y páginas de los diarios atormentados de Sandro Márai.
Mis descendientes son hostiles a la literatura. Pertenecen a la era de los atafagos materiales. Con ellos hay que conversar sobre lo útil y productivo. Como son los dueños de las parcelas, angustiosamente les pregunto: ¿En dónde está el espacio para mis libritos que buscan acomodo? Ellos cavilan, me lanzan miradas compasivas, hacen asambleas secretas y todavía estoy esperando que estos mis otros hijos del alma encuentren albergue generoso en algún recodo de la vivienda campestre.
¿Por qué los libros en el campo? Porque embrujan en esos remansos anegados de impalpable oxígeno, porque el verde de todos los colores mantiene la mente en primavera, porque la luz se filtra por entre los danzarines ramajes de las plataneras y el corazón se transmuta en niño retozón.
Borges fue el abogado de nosotros los ilusos. “No me preguntes por los libros que he escrito. Pregúntame por los que he leído”.
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