César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
Lukas era otro hijo. Tenía tres meses cuando se incrustó en el retablo de mi familia, con hocico inquieto, vivaracho y saltarín. Visitaba en ráfagas de segundos todos los aposentos. En su juventud fue elástico; sabía estirarse cuan largo era. Jamás tuvo sueño profundo porque se había transformado en un vigilante agresivo de sus posesiones. Cubría, como un soldado, su oficio de centinela. Percibía la presencia de forasteros, gruñía enfurecido, arañaba las paredes para morder la sombra de los extraños y solo recobraba su genio tranquilo cuando estaba seguro que nadie se aproximaba a sus dominios.
De personalidad difícil. Tenía porte individualista, posesivo y defensor de lo suyo. Feroz cuando lo puyaban. Sentía arrebatos de grandeza para sublimar sus fuerzas físicas. No le importaba que su contendor fuera corpulento, que mostrara -azaroso- dientes filudos, con boca colérica. Era un enano camorrero, con ínfulas de ser un bravucón de tamaño mastodóntico, para enfrentar a sus adversarios. Muchas veces, ya próximo al degüello, lo arrancamos de la muerte después de ser atacado por un fornido lebrel.
Con los suyos, era tierno y meloso. Buscaba amartelarse sobre las piernas para ser balanceado en cortos movimientos de ola, con la cabeza quieta y el cuerpo dócil, en placidez relajada. Si el vaivén se suspendía, levantaba la testa, hacía leves sacudidas para incitar nuevos enviones de arrumacos.
Astuto y marrullero. Poseía una psicología innata para colocar el mundo circundante a su servicio. Gustaba de los halagos, sensible a los mimos, con oído despierto para dejarse enmelar con palabras amorosas. Manejaba un intuitivo reloj para saber exactamente cuándo llegaba un miembro familiar. Se echaba sobre el tapete de la sala, abría el pabellón de las orejas y afinaba el olfato para intuir, en el insensible oleaje del aire, la presentida imagen que tenía de cada uno de nosotros. Detectaba en las melódicas pisadas quién se aproximaba. Entonces, ladrando se trasladaba a la terraza, alongaba la mirada para cerciorarse que eran reales sus presentimientos y con el nervioso movimiento del muñón de su cola, entraba y salía, y estallaba en júbilo por el retorno de quien tenía un espacio en su corazón.
Si un año de calendario equivale a siete en el existir perruno, Lukas cumplió 105 a mi lado. Progresivamente se fue volviendo lento y dormilón, menos expresivo de sus afectos. Además perdió el oído y sin éste, el don de ubicación. Desaparecieron sus explosiones sentimentales, y lerdo y perezoso, permanecía inmóvil sobre el tendido de su cama.
Fue conmovedor el drama al cerciorarnos que nuestro pequeño animal había sufrido una evidente metamorfosis, que se había convertido en una criatura vulnerable que requería de mayores cuidados. Fuimos, pues, solícitos enfermeros para hacerle llevadera su vejez. Nuestro cariño se volcó en comprensión, en más ternuras, en medicinas que amainaran sus dolencias.
Se derraman lágrimas por su trágico final. Estábamos en nuestra chacra rural. Jonás, el otro mastín de la familia, con Lukas, hacían dúo bullicioso en el remanso campestre. El primero, joven y veloz, salía a ladrarle a cuanto auto pasaba por la vía colindante. Obviamente, Lukas, sordo, lo acolitaba en esos desplazamientos escandalosos.
En un sábado reciente ambos salieron en vertiginosa carrera detrás de un automóvil. Poco después regresó, solo, Jonás. De inmediato salimos a buscar a nuestro perro. ¡Oh dolorosa sorpresa! Lo encontramos tendido, sin vida, en la carretera. El vehículo lo había matado.
Quedamos atónitos. Hombres, mujeres y niños, en coro lloramos su trágico deceso. Recogimos su cuerpo con dolorido cariño, cavamos la madre tierra para enterrarlo, y entre un concierto de sollozos, lo despedimos hacia los negros confines de la eternidad.
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