No soy amiga ni enemiga del presidente Santos, solo soy una ciudadana sensible e inquieta por las situaciones complejas que estamos viviendo, producto de la intolerancia, la violencia, la discriminación, la incapacidad de ver en el otro a un ser humano que merece reconocimiento y valoración. Desde este sitio, quiero compartir algunas de mis reacciones ante la reciente entrega del Nobel de Paz, especialmente las palabras del presidente: ‘Las víctimas quieren la justicia, pero más que nada quieren la verdad, y quieren -con espíritu generoso- que no haya nuevas víctimas que sufran lo que ellas sufrieron’; a continuación, cito las palabras del profesor Ronald Heifetz, del Instituto de Liderazgo de Harvard: ‘Cuando se sienta desanimado, cansado, pesimista, hable siempre con las víctimas. Son ellas las que le darán ánimo y fuerzas para continuar’.
Esto me conmovió, pero lo que realmente tocó mi corazón, fue la expresión de Leyner Palacios, quien perdió 32 miembros de su familia, incluidos sus padres y hermanos menores, en la tragedia de 2002 en Bojayá; mientras el presidente hablaba, la cara de Leyner reflejaba mucha tristeza, pero también una paz que solo transmite el que ha aceptado la pérdida y ha tenido el valor de perdonar. Como dijo Santos en su discurso, es curioso que quienes más han sufrido las consecuencias de esta guerra, estén más dispuestos a perdonar y vean en el acuerdo de paz una oportunidad para recomenzar; mientras que, los que no han sido tocados directamente por ésta, consideran que hay que buscar un acuerdo perfecto. Esto parece un poco ridículo, porque la paz nunca será perfecta, excepto que los seres humanos seamos capaces de desprendernos de nuestro ego y dejar de lado la ambición.
Coincido con la opinión de algunos columnistas, al decir que Santos se merece el premio, que fue otorgado, no por haber logrado la paz, sino por su esfuerzo incansable y su persistencia ante los obstáculos. El testamento de Alfred Nobel, su creador, no decía que el premio se otorgaría a quien lograra la paz sino a quien ‘trabaje más y mejor en la obra de la fraternidad de los pueblos, a favor de la supresión o reducción de los ejércitos permanentes y en pro de la formación y propagación de procesos de paz’. Si cambiáramos el foco y nos preguntáramos si nosotros, los colombianos, nos merecemos un reconocimiento por nuestros esfuerzos y compromiso con la búsqueda de la paz, creo que muchos nos rajaríamos; usted y yo, que tenemos la crítica a flor de piel, que nos fijamos más en lo que está mal, que nos cuesta reconocer al que es diferente, que estamos en una lucha por demostrar que tenemos la razón, que somos indiferentes ante el dolor y las dificultades del otro, que nos parece tan difícil perdonar.
Qué pasaría si siguiéramos el consejo de Heifetz ‘cuando se sienta desanimado hable con las víctimas’; este es un ejercicio muy poderoso que despierta la sensibilidad y nos permite pasar de la cabeza al corazón, donde están la clave del perdón y de la paz. Esta propuesta va en la misma dirección del mensaje que envió a los colombianos, en septiembre de 2012, el arzobispo sudafricano, Desmond Tutu, Premio Nobel de paz 1984: ‘Nuestra experiencia en Sudáfrica nos enseñó que, sin importar de qué lado del conflicto estábamos, llegaba un momento en el que debíamos arriesgarnos a dejar de lado nuestras diferencias, para crear oportunidades en que pudiéramos sanarnos. Los primeros pasos fueron hablar y escuchar; hablar unos a otros en vez de hablarle al otro, y escucharnos’.
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