Este proceso de paz no se trata de que a fulano le den el premio Nobel o de que perencejo pueda mantener una política de mano dura, con el argumento de que es posible acabar una guerra de guerrillas por la vía militar. Se trata, más bien, de crear las condiciones para que miles de civiles dejen de padecer la guerra, el terrorismo y el miedo.
Las concesiones para alcanzar este fin han sido muchas, no solo durante este gobierno se han tenido que tragar sapos para lograr un acuerdo de paz. Colombia ha vivido en guerra civil casi toda su vida republicana y distintos gobiernos han tomado las medidas que han considerado pertinentes para frenar la barbarie. Entre 1820 y 1821, al triunfar los patriotas sobre realistas, se realizó una amnistía general a los miembros de ambos ejércitos. En 1863, como antesala a la Constitución de Rionegro, se concedió un indulto general. En 1908 se declaró la prescripción de la pena para los militares y los revolucionarios. Entre 1953 y 1954, como consecuencia de los años de la violencia bipartidista y el inicio del Frente Nacional, también se otorgaron prerrogativas legales a los alzados en armas, entre ellos a Guadalupe Salcedo (Aguilera 2011). Entre 1981 y 1982 Julio Cesar Turbay y Belisario Betancur decretaron normas de amnistía para alcanzar la paz con el M-19, en 1989 Virgilo Barco firmó el indulto definitivo de ese grupo. Entre 1991 y 2001, César Gaviria y Andrés Pastrana confirieron beneficios jurídicos a miembros del Ejército Popular de Liberación, el Movimiento Quintín Lame, la Corriente de Renovación Socialista y las Farc. Por su parte, en el 2007 Álvaro Uribe, buscando un acuerdo humanitario, indultó a Rodrigo Granda y a otros 150 guerrilleros. En 2009, se le concedió a alias Karina y a alias Olivo Saldaña un permiso para suspender la reclusión.
Las Farc, quienes al parecer están convencidas de firmar la paz, han llevado estas negociaciones con la misma miopía con la que leen la realidad del país. Alargan las discusiones y piden demasiado, haciendo que los negociadores, el gobierno y los ciudadanos se desgasten. Es evidente que la gran mayoría de los colombianos no apoyamos el proyecto político ni militar de las Farc, que sentimos hacia ellos un gran desprecio y que si respaldamos la paz es porque la consideramos un fin superior por el cual vale la pena conceder algunos beneficios, pero no todos. Por su parte, la arrogancia del grupo guerrillero sirve de escudo para los que no están convencidos del proceso y de arma a aquellos que quieren la guerra. Así pues, entre las largas discusiones, los pedidos exagerados de una de las partes y las mentiras o verdades a medias de los opositores se va perdiendo la fe en el proceso.
En Colombia las preocupaciones están centradas en los temas de impunidad, los tribunales y los fueros. En La Habana, los temas complejos para los negociadores son la dejación de las armas, la participación en política y la refrendación de los acuerdos. Lo que podemos hacer los ciudadanos, que creemos en la paz como un imperativo ético superior, es mantenernos firmes a la idea de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado” y que los acuerdos, en su totalidad, serán publicados y socializados con los colombianos antes del plebiscito; lo demás son simples análisis, especulaciones, mentiras o peticiones exageradas.
Hay muchos intereses particulares que chocan con la idea de una paz negociada, los ciudadanos tenemos, en este proceso, la posibilidad de ser superiores a eso y así alcanzar, por fin, la desmovilización y dejación de armas de un grupo guerrillero anacrónico y cruel. No se puede perder de vista el hecho de que, por más que este proceso parezca largo y difícil, es después de firmar el acuerdo que empieza el camino complejo.
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