La polarización política en la que se encuentra el país no es buena para nadie, no se beneficia de ella el Gobierno, ni la oposición y mucho menos los ciudadanos. Sin embargo, a medida que se va dejando en evidencia que muchas de las observaciones que se tenían, desde la oposición, al proceso de paz están justificadas en información imprecisa, falsa o parcial, los argumentos se van acercando y es más fácil ponerse de acuerdo respecto de las posturas sobre el proceso.
Parece haber un entendimiento en que los colombianos queremos la paz. Otro de los puntos en común es que la desmovilización de las Farc no significaría la paz perpetua. Así pues, existe un consenso en que para alcanzar una paz duradera y estable es necesario mejorar las condiciones sociales y económicas de los grupos más vulnerables, superar la inequidad, fortalecer la institucionalidad del Estado controlar la corrupción, mejorar el acceso y la calidad de la justicia, hacer algo con el narcotráfico (¿qué? No sé, porque la lucha contra esa economía ilegal está perdida y la legalización de los estupefacientes parece un asunto lejano), entre muchos otros temas.
Las diferencias, entonces, residirían en la forma como se alcanza la paz parcial con las Farc. Aquí se pueden identificar dos vertientes mayoritarias: 1. Aquellos que no están conformes con lo establecido en el Acuerdo. 2. Los que consideran que el Acuerdo es bueno, pero que su implementación es compleja y su confianza en los actores -Gobierno y Farc- es muy débil para aprobar lo pactado.
El Acuerdo está circunscrito en el marco de la justicia transicional, la cual es un mecanismo que permite el derecho internacional de los Derechos Humanos para tener una justicia especial con el fin de evitar que continúe la guerra y, por lo tanto, ponerle fin a la perpetración sistemática de violaciones de los Derechos Humanos y de infracciones del Derecho Internacional Humanitario. El Acuerdo de La Habana, recoge las obligaciones contenidas en los principios internacionales sobre justicia transicional y verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición. Una muestra de esto es que ningún organismo internacional encargado de la protección y promoción de los Derechos Humanos o de la vigilancia del Derecho Internacional Humanitario, se ha pronunciado en contra de lo allí planteado. Todo lo contrario, el proceso de paz con las Farc cuenta con el apoyo y el acompañamiento de las Naciones Unidas, la OEA y el Comité Internacional de la Cruz Roja.
En este marco, no queda claro por qué algunos colombianos exigen a los acuerdos más de lo que obligan las normas internacionales en la materia. Puede ser que las heridas de un conflicto tan largo hayan dejado la sensación de que frenar la barbarie no es motivo suficiente para establecer unas penas especiales para los perpetradores. También se podría explicar con un rasgo de nuestra idiosincrasia bastante particular: el apego a la legalidad formal, un cumplimiento de la norma casi de caricatura, un remedo ficticio de la ley. Mientras la corrupción es una regla general en los negocios públicos y privados, donde el bobo es aquel que no saca provecho y tajada, en este país es difícil hacer un trámite en el que no haya que llevar una fotocopia ampliada de la cédula, imprimir por algún medio la huella digital del dedo índice derecho o adjuntar una declaración extra-juicio. Esa puede ser otra de las lecturas de aquellos que dicen que el Acuerdo no los satisfacen, a pesar de que cumplan con los principios internacionales sobre justicia transicional y verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, porque falta esa huella, esa fotocopia, ese formulario, esa declaración extra-juicio, ese requisito de más sin el cual creemos en Colombia que no hay ley, ni orden, ni justicia.
En la próxima columna concluiré la idea inicial desarrollando el tema de aquellos que consideran que la implementación del Acuerdo de La Habana es compleja y que, por lo tanto, es mejor no aprobar en el plebiscito lo acordado entre el Gobierno y las Farc.
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