Es curioso que hoy en Colombia pareciera que el único estamento que requiere desde hace tiempo una reforma de fondo es el aparato judicial, conformado en sus órganos máximos por la Corte Constitucional, el Consejo de Estado, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo Superior de la Judicatura, sin contar a la Fiscalía General de la Nación que, teniendo funciones jurisdiccionales no profiere sentencias.
Y digo que pareciera el único, porque la comunidad se ha ido formando, con la ayuda de cierta promoción desorientadora, una imagen negativa que no acompasa plenamente con la realidad y generando peligrosa desconfianza; o al menos, unos errores que son personales, se hacen aparecer como si fueran generalizados, y es ahí donde radica la desinformación.
Los problemas coyunturales de mayor estigma para la Rama Judicial han sido la congestión y la morosidad de sus decisiones, la segunda una consecuencia necesaria de aquella, lo que es a veces injustamente usado por sus críticos, a sabiendas que en su mayor medida no son atribuibles a los funcionarios sino a causas externas.
Es inocultable que en este fundamental estamento de la sociedad se han presentado situaciones cuestionables por parte de algunos de sus voceros, a mi modo de ver aisladas -como ha sucedido y viene sucediendo en otras instituciones estatales desde hace mucho tiempo-, cuyos comportamientos maculan o mancillan el buen nombre y obrar de la justicia colombiana, o de la institución que se trate, pero sin que ello haya llegado a representar un estado tal de riesgo social que obligue a una reforma estructural, o como algunos sugieren, el cambio de la plantilla de funcionarios, o la desaparición de algunos de sus órganos.
La Corte Constitucional, órgano creado con la Constitución de 1991, ha desarrollado un interesante y protagónico papel en la justicia, la que con sus decisiones ha afectado poderosos intereses en distintos campos, de donde le han surgido sus principales detractores.
El Consejo de Estado, creado con funciones judiciales en 1913 por virtud de la reforma constitucional de 1910, ha cumplido también un loable papel en el control del poder desbordado de las autoridades administrativas, lo que a lo largo de la historia, pero más en los últimos tiempos, le ha generado críticas por el cumplimiento de esa misión.
La Corte Suprema de Justicia ha liderado también encomiables tareas judiciales, viéndose en ocasiones enfrentada irrazonablemente a otras ramas del Poder Público por el cumplimiento de la función constitucional que le ha sido asignada.
El Consejo Superior de la Judicatura, quizá el órgano que más se cuestiona, ha desarrollado una labor administrativa de consolidación de la autonomía de la Rama, buscando la eficiencia y profesionalización de los servidores judiciales, así como la búsqueda de la dignificación del ejercicio del derecho.
Si se ponderara o se hiciera un juicio con ecuanimidad y responsabilidad sobre los desafueros cometidos por apenas algunos de los funcionarios del universo de servidores judiciales -por lo que deben indudablemente ser investigados y sancionados con rigor para preservar la estabilidad de la institución-, frente a la labor realizada por la gran mayoría de funcionarios y empleados, seguramente el balance sería positivo; pero someterla al escarnio por sus fallos o comportamientos aislados de un mínimo de sus agentes, es prohijar a su desestabilización o debilitamiento con el daño impredecible, irreparable y difícilmente recuperable de su independencia para la defensa de la institucionalidad y de los derechos, pero sobre todo, de la protección de las libertades. No más fijémonos en la justicia de los países vecinos para que ojalá no tengamos que lamentarnos. Háganse las reformas que sean indispensables, pero con el cuidado de que mantenga su independencia y finalidad que le es propia, fortaleciéndola, y no por la coyuntura de particularizados cuestionamientos o intereses.
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