Sin importar las fiestas navideñas, pero especialmente las de ahora, ni las que depara por doquier cada año nuevo, el país entero se halla más expectante que nunca con un proceso de paz en pleno hervor; es materia obligada de conversación incluso en todo jolgorio, con las obvias polémicas que el tema desata, en muchas ocasiones con pasión, y no obstante el tiempo transcurrido de negociación, tanto partidarios y optimistas, como opositores y pesimistas, continúan con grandísimas incertidumbres acerca de lo que se pacte, la forma cómo se ejecutará lo acordado o conciliado, y los costos que demandará el feliz cese definitivo de la confrontación armada.
La Constitución de 1991 le apuntó a ello desde el mismo preámbulo, y lo consignó expresamente en su artículo 22 como una prerrogativa ius fundamental: "La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento", mientras que el precepto 95 impone como deber de toda persona y ciudadano, "propender al logro y mantenimiento de la paz", cuyo valor debe entenderse irrigado por completo en el ordenamiento constitucional, y por ende, en el legal.
Son muchos los temas que debe comprender un complejo proceso de paz como el colombiano, entre ellos los que son caldo de cultivo de violencia como la miseria, la desigualdad y la exclusión, pero ojalá quedara introducido también, aunque suene extraño, el penoso y enojoso asunto de la corrupción, sin ningún tipo de beneficios, contemplaciones o consideración, el que, como la droga, lamentablemente caracteriza tanto al país e igualmente lo desinstitucionaliza. La misma Constitución Nacional establece quiénes imparten justicia en Colombia, determinando que lo hacen desde hace más de 100 años la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, los Tribunales y Juzgados, y desde 1991 la Corte Constitucional, la Sala Disciplinaria del Consejo de la Judicatura (entiéndase Comisiones de Disciplina Judicial), la Fiscalía; igualmente la justicia Penal Militar, el Congreso de la República, y excepcionalmente algunas autoridades administrativas, y de manera transitoria los jurados en materia penal, los conciliadores y árbitros. Por eso es que debe reformarse la Constitución, para introducir el órgano que dirima los conflictos que se atribuyan a la justicia transicional o para la paz.
Los servidores públicos, dentro de los cuales se hallan los funcionarios judiciales, solo pueden hacer lo que expresamente les señale la Constitución y las leyes, principio rector de un Estado de derecho, por lo que al impartir justicia aplican ese sistema normativo que incluye los beneficios o subrogados que las mismas prevén. La justicia colombiana se ha modernizado, sus jueces son probos e imparciales y se someten, so pena de prevaricación, al imperio de las normas jurídicas; tenemos una organización seria que en las épocas más aciagas de nuestra existencia institucional se ha enfrentado con sacrificio, y siempre con firmeza y decisión a las situaciones más difíciles del oficio judicial.
¿Acaso frente al proceso de paz se genera desconfianza en las instituciones civiles legítimamente constituidas?; ¿será que también habrá que sustituir al Congreso para los fines específicos de una convivencia pacífica definitiva?; ¿Los jueces no tienen la capacidad ni la formación para aplicar las normas que se deriven del esperado acuerdo? o, ¿carecen de la solvencia suficiente para garantizar a las víctimas la verdad, la justicia y la reparación, incluidas las que estarían a cargo del Estado?; ¿en qué queda la probidad de los magistrados, jueces y fiscales?
Se están siguiendo modelos internacionales de justicia transicional que en verdad han sido exitosos en otras latitudes, pero ello en modo alguno puede significar, per se, que hay incapacidad del aparato judicial vigente para asumir el histórico reto no obstante el acuerdo logrado para una jurisdicción especial de paz, de allí la pregunta con la que se encabeza esta entrega: ¿y de la justicia ordinaria qué?
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