Me considero afortunado cuando me toca misa de once en la Catedral con el padre Octavio Barrientos Gómez. ¿Puede un católico tener preferencia por un cura, si se supone que la misa es un ritual indiferente respecto a quien lo presida? Es cierto que el catolicismo hace énfasis en lo ritual de la eucaristía, mas no se puede desechar una buena homilía, especialmente cuando proviene de una persona muy preparada. La palabra divina requiere de ilustración, definitivamente, y no me hago sospechoso de luterano al insistir en ello.
Siento que vivimos un catolicismo decadente, un catolicismo sobre el cual pesa un mundo que no acepta a Dios. ¿En cincuenta años cuánta gente asistirá todavía a misa? ¿Pasará en Manizales como en otras partes del mundo que las parroquias se acaban físicamente y se venden las iglesias porque ya nadie las necesita? ¿O se encogerá la religión convirtiéndose en una pose de índole conservadora y distinguida?
Recobro parte de mi fe al oír a este hombre que parece diminuto medido con la altura del baldaquino y de la cúpula central, pero cuya serena voz suena en toda la Catedral. Una voz que sabe de qué habla, una voz que no requiere recursos oratorios para explicar el evangelio y cumplir con una etiqueta teológica, una voz nerviosa y fuerte.
Se nota la vocación pedagógica del padre Barrientos, ya que fue rector de la Universidad Católica de Manizales y de la Universidad Pontificia de Medellín, cuando estructura la ilustración del evangelio. A pesar de predicar a un público poco exigente en lo intelectual, el padre, con lógica, construye una homilía comprensible y práctica. Él quiere enseñar, eliminar dudas y vacíos. Lejos de amenazar a su grey, distante de fanatismos, apoyándose en la claridad de sus ideas penetra en mentes oxidadas, demasiado imbuidas en lo mecánico de la fe. Hace el padre Barrientos, a lo largo de la homilía, una disección verbal del Evangelio tomando el mensaje central como una pieza, poniéndolo en relieve y articulándolo con las demás partes de la idea divina, algo sumamente inteligente.
Su actitud transmite una autoridad que solo puede provenir de una profunda convicción y un vasto conocimiento de las Sagradas Escrituras y del dogma católico. Hay cierto manejo del escenario o del público de parte del padre, ya que se apoya, para expresar mejor sus ideas, en sus manos y brazos que parecen comulgar con un tipo de gramática. Acentúa con sus brazos la idea expresada con la boca. Denoto todo un sistema. Alza todo el brazo izquierdo cuando expresa el objetivo de la frase, y el derecho ejecuta un movimiento rápido para imprimirle mayor comprensión al verbo de la oración. En otros movimientos menores parece que el padre Barrientos estaría declinando gramaticalmente, por decirlo así, señalando relaciones menores entre los conceptos que aduce. Con paso seguro se mueve en frente del altar luciendo la casulla, el alba y la estola transmitiendo una especie de elegancia que honra el sagrado recinto y transmite a la feligresía seguridad y corrección. Esta vestimenta, herencia de otra cultura, por no decir moda, adquiere vida y resalta el acto que se está llevando a cabo, del cual hacemos parte. La misa de once en la Catedral la reza un padre que está “investido” de una misión de la cual no lo distraen dudas o dificultades.
Oír al padre Barrientos me hace evocar, otras épocas, no sé si mejores, pero en las cuales la Iglesia la representaban ministros fuertes, conscientes de ser portavoces de una parte esencial de la vida de todos los hombres. Lo sagrado, tan ultrajado hoy en día, con la actitud del padre Barrientos durante la misa adquiere forma, un marco. Me parece que con el mensaje del padre Barrientos la Iglesia adquiere en ese momento, de nuevo, una coherencia palpable, porque se trata de una gran fuerza que se transmite basada en una gran fe. Creo que se convierte en un símbolo.
Una vez concluida la homilía y por ende la idea, como un virtuoso solista, abruptamente, el padre Barrientos cierra y pasa a la siguiente parte de la misa.
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