Decir de nuevo que el ser humano prefiere el entorno urbano para su desarrollo que el rural se asemeja a llover sobre mojado, es una idea aceptada por todos. La misma historia de la humanidad tiene como uno de sus principales hilos conductores la averiguación de la adaptación política y técnica del hombre a vivir en conjunto con muchos congéneres, pero el aprendizaje que ha sacado de este hecho es reducido.
La palabra civilidad tiene su origen en civitas que significa núcleo administrativo en latín y hoy tiene la acepción o se usa como sinónimo de ciudad. ¿Qué ciencia se encarga de estudiar a la ciudad? Todas y ninguna. Aparentemente la ciudad es algo orgánico, pero si se le compara con un árbol que puede crecer hasta proporciones enormes, porque su plan genético lo permite, la ciudad y el hombre, que las habitan, no cuentan con esa orientación y lo vemos patéticamente cuando las ciudades, en la medida que más se expanden, más dificultades causan.
Decir que son los urbanistas-arquitectos los que saben de la ciudad es reducir la vida humana a cálculos matemáticos, dejando por fuera lo que al ser humano lo hace humano ya que estos expertos trabajan sobre lo material relegando lo espiritual, lo realmente humano. Los mecenas de estos estudiosos son los bancos y su afán de lucro y no los seres humanos que deben vivir en los nuevos barrios que diseñan o los viejos que sanean.
Que se haga pasar al tablero a los historiadores que ejercen, en teoría, una trascendental función dentro de la sociedad. El caso de Manizales es aterrador. Hace más de 90 años no se publica una historia de la ciudad. Hay décadas enteras de su historia, sumidas en el más craso desconocimiento, porque no se ha investigado y escrito. Los años 30, 40, 50, 60 y 70 son un misterio a pesar que muchos de los protagonistas de esas épocas estén vivos. ¿Dónde está el relato objetivo de ese pasado para poder analizar y hallar ese hilo conductor que hace comprender el rumbo que se lleva? Ahora con un pasado, promisorio como fue el de Manizales, no existe la excepción de tener que dilucidar el futuro y sus complejos retos urbanos.
Tal vez se avance en esta discusión de quien estudia a la ciudad si se indaga por la finalidad de la ciudad, y se use, hipotéticamente, la siguiente respuesta: ofrecer a toda su población las comodidades adecuadas para trabajar y vivir porque de ahí se desprende que cada habitante pueda mejorar su nivel material y cultural.
¿Podrían ser los sociólogos y sus otros colegas de las ciencias sociales los antropólogos, los faros en esta accidentada navegación en la búsqueda de la ciencia de la ciudad? Ellos plantean teorías y las comprueban con variados métodos, pero no se encargan de su implementación para dar la demostración final de las bondades de sus esfuerzos.
Los economistas seguramente aportan en el campo del diseño material de la ciudad, hablarán de su viabilidad como ejercicio de caja con suficientes entradas y ponderadas salidas y propondrán dinámicas que incrementen la circulación del metálico, mas carecen de la visión integral del objeto a estudiar. Para ellos patrimonio debe ser palpable y contable.
Queda por último señalar a los políticos como los que pueden o deben acumular el saber de la ciudad. Ellos, por delegación democrática, ostentan el poder legítimo de la comunidad para hacer cambios y pautar la evolución de las ciudades. Mas en la práctica queda la formación de la ciudad en manos de todos los vaivenes políticos inherentes a la política como coyunturas electorales, clientelismo y otras aberraciones, típica de la democracia disfuncional local, porque la razón de ser del político es la obtención del poder y no el diseño del marco físico donde la sociedad se desarrollé y encuentre su felicidad.
Concluyendo: todos los sectores hablan; el Gobierno planifica y dispone de una forma, en esencia, diletante porque no hay una base científica integral para sustentar una decisión. Se planifica con solo parte del conocimiento del tema creando un caos que pesa sobre las ciudades y que se traduce en la infelicidad de la población que vive una calidad de vida parchada de carencias.
En Colombia alrededor del 80% de la población vive en urbes.
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