En medio de todos los acontecimientos del proceso de paz que adelanta Colombia, la exsenadora Piedad Córdoba hizo para el jueves pasado una petición a los cardenales de Colombia: que ese día al mediodía en todos los templos católicos se echasen a vuelo las campanas y así desde todos los campanarios se anunciara un comienzo del fin de la guerra por la firma en La Habana.
La petición de Piedad no fue descabellada ni salida de tono, pero sí me trajo nostalgia y un recuerdo de una costumbre que pasó de vigencia en parte por la protesta de muchos: todos los días en todos los campanarios a las doce del día se escuchaba en ciudades y campos, a lo largo y ancho los sonidos de las campanas que llamaban a oración y gozo.
Lo llamativo del caso es que el sonido aquel desde los campanarios era motivado por el hecho grandioso para la humanidad: “el Ángel del Señor anunció a María “... y casi todos hacían un pare en el camino, en el trabajo, para recordar con alegría y optimismo la Encarnación, es decir la presencia de Jesús de Nazaret en la historia como realización del más grande amor, el de Dios y de la más grande liberación: el mal, el pecado, la angustia, la desesperanza.
Es raro lo que vemos: mientras alabamos y con razón la actitud de musulmanes y budistas que hacen espacios de oración algunas veces al día, nosotros hemos suprimido por vetusta, chocante y bulliciosa la costumbre que durante siglos cubrió la tierra: el toque de campanas al rezo del Angelus, anuncio de salvación, campanada de optimismo y esperanza al recordar que hay Camino, Verdad y Vida.
Al toque de la campana al mediodía todos hacían una pausa de oración y suspendiendo la jornada laboral se dirigían a casa para juntos en familia compartir la mesa con manjares que hacían recordar “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Gracias Piedad porque al querer resaltar la firma de un tratado que ojalá nos enrute a la paz con el toque de campanas en tonos festivos, rubricó con ello el valor de aquel “toque de Angelus”, anuncio alegre de la noticia por excelencia: la llegada de la auténtica Paz, la presencia de la cierta Verdad y seguro Camino; todos sentíamos como caer un rocío refrescante y esperanzador, un revestirnos de amor eterno, un sentirnos caminando y creciendo con sentido y finalidad.
Sentíamos que la vida es un misterio por lo grande y asombrosa, pero a la vez un ministerio por el servicio que a diario debemos entregar a los hermanos con nuestro trabajo y labor adornado con pinceladas de amor, misericordia y paz.
Estos pasos de pacificación nos unen a lo que dice el himno litúrgico: “Gloria a Dios y Paz a los hombres”.
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