Antiguamente, en un entorno absolutamente machista, fea palabra pero de realidad incontrovertible, los padres consideraban especialmente a los hijos hombres, porque creían que eran la redención de la familia y la prolongación directa de ella, ambas consideraciones actual y afortunadamente obsoletas.
Las mujeres tenían restricciones educativas, y las pocas que sobresalían en ambientes diferentes al hogar, lo hacían contra muchos factores, incluyendo su propia familia, pero cuando conseguían lo que querían adquirían una enorme autosatisfacción y eran capaces de demostrar sus capacidades que podían igualar y superar al género opuesto. Su actividad emancipadora no puede ser olvidada ni dejar de ser reconocida como batalla social de enorme valor.
En Colombia, el alargamiento de los pantalones en los hombres indicaba el cambio de la niñez a la juventud, para luego obtener la mayoría de edad a los 21 años. Mientras tanto, las mujeres en sus aprendizajes y labores de casa, donde la sumisión era proverbial. Luego apareció la idea y la realidad de los 18 años para obtener la mayoría de edad.
Posteriormente se adoptó la decisión, tardía, de otorgarle a la mujer los mismos derechos políticos y sociales que tenían los hombres. Era una consideración necesaria y urgente.
Sin embargo, el límite de los 18 años ha sido una talanquera en los últimos tiempos para que las personas de ambos géneros cumplan legalmente con lo que han estado haciendo.
El país está en mora de rebajar a 16 años, mejor que a 17, la mayoría de edad. Hace tiempo, esta columna se refirió a esta necesidad, con base en la realidad que demostraban los jóvenes y que actualmente es más evidente e ineludible.
Lo que puede preocupar es el momento, pero ya no se puede demorar la decisión. Tampoco puede usarse la determinación para justificar o disminuir la responsabilidad de lo perverso con los niños incorporados en los grupos guerrilleros, ni en las fuerzas laborales abusivas, ni en la utilización de ellos en acciones antisociales, y menos como provocadores de conmiseración ciudadana.
La posición en contra porque pueden ser maleables políticamente es absurda cuando se piensa en: ¿Qué y de quién reciben 13 millones de ciudadanos cuando votan? Las respuestas deben aparecer, comenzando por el Estado.
Cuando se tiene contacto con los jóvenes que ingresan a la universidad y se dialoga con quienes terminan su bachillerato y aspiran a un trabajo o a la espera de diferentes y futuras oportunidades estudiantiles o simplemente están a la vera de los acontecimientos de la vida, se evidencia el estado actual de ellos y el cambio radical con lo que acontecía hace 30 años.
La mayoría de edad no es solo para elegir en un momento coyuntural como el actual frente a los acuerdos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias o con lo que podrá suceder con los diálogos y convenios con el Ejército de Liberación Nacional. Si, únicamente es para ello entonces es indispensable negar la propuesta que se va a presentar al Congreso.
Decidir la mayoría de edad para menores de 18 años, implica, sin la menor duda, que ellos adquieren indefectiblemente derechos y deberes consignados en la Constitución.
Tienen derecho a una nueva mayoría de edad jóvenes que a los 16 años han decidido su vida profesional; llevan 4 años de relaciones sexuales; tienen vida marital; tienen su primer hijo; han consumido conscientemente, aunque sea por una vez, drogas de abuso, han manejado vehículo automotor; navegan sin límites en la computadora; son dueños de su vida; asumen libertades incondicionales; poseen una dialéctica avanzada; físicamente tienen resistencia; consumen voluntariamente alcohol y tabaco; trabajan y los dejan; toman prestado dinero a usureros, y la sociedad en general permite todo lo enunciado.
En países como Escocia, Albania, Irán e Irak, entre otros, la mayoría de edad oscila entre 14 y 17 años. En Japón, Nicaragua, Honduras, Egipto e Irlanda entre otros, la obtienen entre 19 y 21 años. Sin embargo, la modificación no se puede justificar por lo externo.
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