En un país medianamente serio, o en una sociedad que conserve algunos de sus resortes normales de reacción, lo descubierto en el llamado Bronx habría bastado para que se cayera el Gobierno entero. Y no ha pasado nada. Señal suficiente de que nos merecemos el Bronx.
Las escenas que han retransmitido los medios de comunicación son tan horripilantes y repugnantes como para llenarnos de vergüenza como colombianos y miembros del género humano. Las legiones de personas perdidas en los laberintos de la droga, hasta llegar a eso que llamamos “habitantes de la calle”, ya bastaran para sacudir hasta la última fibra de nuestra conciencia. Pero es que para caer tan bajo se necesitan escalas, como en los ascensores.
La historia de las niñas apenas púberes que llegan al Bronx enloquecidas por la droga y que las prostituyen sin clemencia hasta el día en que ya no despiertan interés de la clientela, es demasiado fuerte para cualquier novelista de terror. Entonces, las tiran a la calle, o las matan para que perros feroces devoren lo que queda de ellas. Y eso pasa con los clientes que no paguen la droga o los alquileres de aquellas pocilgas inmundas. Y si no resulta práctico disolver sus cuerpos en canecas con ácidos, hay un equipo especializado en cargar cadáveres para tirarlos en la Avenida Caracas, una de las más concurridas de la ciudad. Allá los recogen las autoridades, en un ritual que se llama el levantamiento de un cuerpo desconocido y asunto concluido. Nadie pregunta de dónde llegaron esos restos. Los jueces andan muy ocupados en otros menesteres.
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