En la teoría: “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general.” (Artículo 1, Constitución Política 1991).
En la práctica, Colombia es un país fragmentado, cuyo único ejercicio de república unitaria recae en los deportistas de alto nivel, capaces de unir con sus triunfos, a los pedazos que representamos. Aquella frase repetida de que “somos un país de regiones”, en lugar de convertirla en fortaleza y elemento unificador en la diferencia, se transformó en un arma para señalar al otro, para desconocerlo, para esquematizarlo: “los paisas son unos aprovechados”; “los costeños son perezosos”; “los pastusos son brutos”. Tenemos una autoestima tan débil que aceptamos, sin controvertir, que “los colombianos somos violentos por naturaleza” y numerosas expresiones de ingenio o de recursividad ante la adversidad o la pobreza las denominamos “colombianadas”.
Nos encanta mirarnos en espejos externos y minimizamos lo que somos. Nuestros referentes son Norteamérica y Europa -ellos tan adelantados y desarrollados- frente a nosotros: “débiles, pequeñitos y del Tercer mundo”.
Y en lugar de construir una propuesta colectiva, incluyente, pluralista, diversa, la dirigencia política -acostumbrada a los feudos y clientelas-, se dedicó a gobernar con los sectores afines. Por eso, estamos así: dispersos, polarizados, hechos trizas.
Después del plebiscito se habló de dos países: uno, el de las grandes concentraciones urbanas, con mayor poder adquisitivo, que vio el conflicto armado por televisión y en donde primaron el miedo y el voto negativo y el otro, el rural, el de las periferias, el de las víctimas de la guerra, que votó por la esperanza y la reconciliación.
Pero esa lectura, también es incompleta porque somos mucho más que dos países. Somos un estado social, con tantas debilidades y limitaciones, que millones de colombianos recurren a acciones de tutela para exigir la protección de la vida, la salud y otros derechos fundamentales.
Somos democráticos y participativos pero más de la mitad de los ciudadanos se abstienen de ejercer su derecho al voto. Somos pluralistas, pero le tenemos pavor a la diferencia: a los homosexuales; a los ateos, a los comunistas y miramos con conmiseración a negros e indígenas, que nos parecen “menores de edad”.
Estamos fundados en el respeto a la dignidad humana, pero nos parece un atropello que el 52% de la población, representada en las mujeres, sea reivindicada por un texto que reconoce su igualdad de derechos. Y, además, fuimos insolidarios e insensibles con las víctimas de la guerra.
La Constitución del 91 consagra un estado laico, con libertad de cultos, que confiere igual valor jurídico a todas las confesiones religiosas. Sin embargo, en las mismas iglesias que predican el amor, el perdón y la paz, numerosos sacerdotes y pastores, llenaron de veneno y de odio a sus fieles, con una, por decir lo menos, amañada interpretación político-religiosa de los Acuerdos de La Habana.
Ojalá podamos entender que un país se construye con mujeres y hombres; jóvenes y viejos; creyentes y librepensadores; pobres y ricos. Colombia son los infantes que crecen en campos y ciudades y las personas que estudian, sueñan, trabajan, luchan, sufren, se enternecen. Si ni siquiera la paz pudo unirnos, tendremos que buscar pronto algún punto en común. De lo contrario, en esta carrera desenfrenada por el individualismo, nos convertiremos -como Ricaurte en San Mateo- en minúsculos puntos tricolores de una nación fragmentada.
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