No hay duda de que uno de los pecados más graves que pueda cometerse es el que atente contra los niños, que son, junto con la Naturaleza, lo más valioso de este entable que nos dejó el Señor, que el hombre, a medida que evoluciona en edad y conocimiento, y en ambiciones de riqueza y poder, comienza a pervertir.
Nada es más interesante que escuchar la opinión de los infantes, hasta que superan la edad del candor y adquieren malicia. "La familia chiquita es una dicha, Merceditas -le decía un señor a una amiga-, pero se crecen esos mierdas…". Otro proponía: "A los muchachos, a los diez años, debía cogerlos uno y elevarlos para que caigan de veinte". Grave error cometen quienes hacen callar a los niños, para que no interrumpan las conversaciones de los mayores; o los hacen salir para que no escuchen lo que hablan, cuando lo más sensato sería pedirles su opinión. "La revolución de las pequeñas grandes cosas", llamaba el presidente Misael Pastrana Borrero (1970-1974) a las propuestas aparentemente simples, que no tienen ingredientes tecnológicos o ideológicos trascendentales, pero son útiles y fáciles de aplicar. Un ejemplo es el de la fábrica de alimentos, cuyos productos, empacados en cajas, recorrían una banda hasta el lugar donde se despachaban al mercado. Los clientes se quejaban con frecuencia de que les llegaban algunas cajas vacías, lo que suscitó un debate entre los directivos de producción y mercadeo, acerca de qué podía hacerse para corregir la anomalía. Ya iban a contratar un costoso estudio técnico, cuando un humilde obrero propuso: "Pongan un ventilador al final de la banda, y las cajas vacías se caen".
En literatura pasa lo mismo. Algunos iluminados -según ellos-, cargados de títulos académicos, crean "estilos" propios, que no son más que artificios que les ponen a la lírica y la narrativa, para que no fluyan, obligando al lector a quebrarse la cabeza tratando de entender qué es lo que el escritor o el poeta quieren decir. Tal vez por eso se ganan los concursos, porque los jurados, como no entienden, se van por el atajo de premiarlos, "por si las dudas".
Pero lo más valioso de los niños es que tienen lógica, que es de lo que carecen muchos "genios" de la administración, el parlamento y la justicia. La de ellos es natural, espontánea, sin artificios. Con una sabiduría incontaminada, sin prejuicios, sueltan sus opiniones, demostrando un instinto de conservación puro, como el de los animales. A Javier, un niño de seis años, como lo cuenta su tío, el sacerdote y escritor español José María Martín Descalzo, la mamá, muy piadosa ella, le explicó detalladamente lo que había pasado con Jesús, el Redentor, que dio su vida por salvarnos. Al final de la clase, la señora le preguntó al niño: -Javier, ¿tú estarías dispuesto a morir por Jesús, como Él lo hizo por nosotros? A lo que el niño respondió: -Si sé que voy a resucitar el domingo, sí.
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