"El partido liberal y el conservador son lo mismo, con la diferencia de que son todo lo contrario", dijo alguna vez el expresidente Belisario Betancur (1982-1986), con su agudo sentido del humor, para tratar de explicar, con ese galimatías, que las ideologías de los partidos estaban extraviadas en los recovecos del Frente Nacional, cuando se pusieron de moda las coaliciones, en las que se mezclaban los más inusitados ingredientes políticos, tras un objetivo único: ganar las posiciones burocráticas; y con ellas las delicias del presupuesto nacional. Con esas prácticas se consolidó lo que el presidente Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) sentenció: "Las fronteras ideológicas de los partidos se borraron". Además, como el acuerdo entre los partidos tradicionales para acabar con la violencia política incluía la paridad en la administración pública, duramente cuestionada por antidemocrática, lo que pasó en la práctica fue que la burocracia se duplicó; y así se quedó, más allá del vencimiento de los 16 años de la tregua. A partir de ese momento comenzaron a funcionar las empresas electoras, cobijadas por nombres tan diversos como insulsos, favorecidas por leyes que les deban institucionalidad, con tal de que acreditaran un mínimo de votos. Y para conseguirlos apareció la figura de comprarlos, financiada por el crimen organizado, que de esa manera agregaba poder político a su poderío económico. Eso explica que los departamentos de la costa norte del país, tradicionalmente apáticos a la política, se convirtieran en grandes electores, gracias a la compra de votos. Y que aparecieran unos barones inmensamente poderosos, detrás de los cuales movían los hilos mafiosos, narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros, empresarios de juegos de azar y contrabandistas. Esas influencias se regaron como verdolaga en playa, para cubrir todo el aparato estatal: alcaldías, concejos municipales, gobernaciones, asambleas departamentales, Congreso Nacional y, lo más sagrado: la Justicia. La Presidencia de la República, por supuesto, no ha sido ajena a esa danza macabra de poder, porque las elecciones se ganan con votos y los votos tienen dueños, con quienes es indispensable negociar, si se quiere triunfar.
Este cuadro dantesco de la democracia pervertida no es exclusivo de Colombia. Para donde se mire en todo el globo terráqueo se encontrarán situaciones similares, unas más graves que otras. Y las excepciones son unos pocos países -muy pocos-, que maduraron tras milenios de recorrido histórico y cultural, hasta alcanzar una institucionalidad decente, y justa con sus ciudadanos, en la que el bien común, la paz, la estabilidad económica, la justicia, la libertad de conciencia y la independencia política prevalecen. Algo así como la Utopía de Tomás Moro convertida en realidad.
Y pensar, ¡ay!, que los colombianos tenemos que volver a las urnas este año, y aguantarnos durante varios meses los ríos de babas de los discursos promeseros, pensando, con el poeta: "¿Qué hago con este fusil?" .
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