El espectáculo que ofrecen las contiendas políticas, en lo que tiene que ver con la calidad de la controversia, la ética y el sentido social de los objetivos, a nivel universal por lo que muestran los medios de comunicación, es melancólico y bochornoso. Las campañas entre aspirantes a cargos de elección popular no se detienen en consideraciones caballerosas y de buenos modales. El objetivo es único: atraer adeptos para ganar. Y a tal fin, como en la lucha libre, todo vale. Si es necesario calumniar, vale. Si sirve meterse en asuntos íntimos familiares, vale. Si hay que utilizar recursos técnicos, como fotomontajes y violación de celulares y otros equipos informáticos, vale. Si hay que hacer alianzas perversas, vale. Si es menester adquirir compromisos deshonestos, vale. Lo que se ha visto en campañas políticas recientes, como la de Estados Unidos, por ejemplo, asusta, si se tiene en cuenta que esa potencia es modelo para muchos países. Otras, como la de Nicaragua, no extrañan, por la calidad de los protagonistas, de los que no podía esperarse nada mejor.
Ad portas en Colombia de una campaña electoral para renovar el Congreso Nacional, los cuerpos legislativos locales y regionales, alcaldías y gobernaciones y nada menos que la Presidencia de la República, comienzan a verse cosas que sacuden las conciencias, como precandidatos apoyando paros camioneros o actos vandálicos contra la tauromaquia; y permiten pensar que la degradación se impone y el señorío va “cuesta abajo en su rodada”. Además de demostrar que el patriotismo y la decencia son flores exóticas.
Otra cosa que estremece es constatar que empresas emblemáticas de la economía colombiana, que fueron modelos de pulcritud, ante cuyos gestores, propietarios y administradores los ciudadanos se quitaban el sombrero y los gobiernos les consultaban muchas de sus decisiones económicas, seguros de su probidad y buen juicio, hayan caído en manos de sucesores, muchos de ellos sus propios hijos y otros familiares cercanos, a quienes no les importa brincarse todas las barreras éticas y legales, y traicionar los principios que inspiraron a los fundadores de las empresas, con tal de incrementar las utilidades, crecer en sus aspiraciones de poder económico y exhibirse con extravagancias, como aviones, yates y enlaces románticos de exquisita frivolidad, con parejas sacadas de las revistas de farándula. Para el caso no importa que los edificios de las constructoras se caigan, se especule criminalmente con artículos de primera necesidad, se pierdan los dineros de ahorradores de buena fe o se pervierta el sector público comprando conciencias de magistrados, jueces y funcionarios con poder de decisión en la adjudicación de contratos. Todo vale. Y el pueblo ahí, bostezando, esperando el tamal o la caja de lechona electorales.
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