"Lo único que debe hacer una novela es entretener al lector", dijo Jorge Luis Borges. Los lectores ávidos no exigimos más que ocupar el tiempo en algo que entretenga, y deje sensaciones gratas en el espíritu. De ahí la importancia de no leer basura, con historias de mafiosos y prostitutas finas, con las que las editoriales se enriquecen y los lectores se embrutecen. Especialmente los jóvenes, a quienes les da por imitar las hazañas de los protagonistas de tales novelones, y sueñan con armas enchapadas en oro, con cachas de nácar; "lanchas" de carros, mansiones rodeadas de escoltas, aviones privados, joyas, cruceros en yates de película, mujeres de "amplia pechuga y rebosante cola" y hoteles de lujo…, y despiertan en una cárcel de cualquier país, lejos de sus familias, trapeando corredores o lavando baños inmundos.
Con las buenas lecturas, además, algo se aprende, por ejemplo geografía, historia, economía…; y se conocen costumbres y culturas, si nos atenemos a lo que decía Balzac: "La novela es la historia secreta de los pueblos". Pero, además, los lectores tenemos la oportunidad de deleitarnos con las fantasías de los autores, que echan a volar su imaginación por espacios maravillosos, llenos de sueños, colores y belleza; inventos febriles y situaciones inverosímiles, que dejan en la mente y en el espíritu sonrisas, y la misma placidez de las aguas mansas.
Algún reportero contó que le había preguntado al padre de Gabriel García Márquez, don Gabriel Eligio García Martínez, si él creía que su hijo era un gran novelista, a lo que contestó: "Yo lo único que sé es que ese muchacho, desde chiquito, era muy mentiroso". Recordé esta anécdota, porque en la segunda lectura que hago por estos días de "El Amor en los Tiempos del Cólera"*, disfruté de nuevo este episodio del loro del doctor Juvenal Urbino, uno de los personajes centrales de la novela, que exalta la maravillosa imaginación de Gabo: "(…) Era un loro desplumado y maniático, que no hablaba cuando se lo pedían sino en las ocasiones menos pensadas, pero entonces lo hacía con una claridad y un uso de razón que no eran muy comunes en los seres humanos. Había sido amaestrado por el doctor Urbino en persona (…) Todas las tardes, después de la siesta, se sentaba con él en la terraza del patio (…) y había apelado a los recursos más arduos de su pasión pedagógica, hasta que el loro aprendió a hablar francés como un académico. (..) le enseñó el acompañamiento de la misa en latín y algunos trozos (…) del Evangelio según San Mateo (..) le hacía oír al loro las canciones de Ivette Gilbert y Aristide Bruan (…) hasta que las aprendió de memoria. (…) Las cantaba con voz de mujer, si eran las de ella, y con voz de tenor, si eran las de él (…) una noche en que los ladrones trataron de meterse otra vez por una claraboya de la azotea (…) el loro los espantó con unos ladridos de mastín (..) y gritando rateros, rateros, rateros (…)".
* García Márquez, Gabriel. El Amor en los Tiempos del Cólera. Editorial La Oveja Negra, Bogotá, 1985.
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