El historiador Eric Hobsbawm afirmó que sin la Gran Depresión, Hitler no hubiera existido. El liberalismo económico devoto de la mano invisible del mercado incubó la semilla de su propio declive, abriendo paso al keynesianismo. Pero además, en su caída, la política del laissez faire arrastró consigo al liberalismo político en varios países europeos que terminaron abrazando al fascismo y marchando hacia la guerra.
¿Sería válido afirmar que sin la Gran Recesión de 2008 Trump no habría ganado la presidencia (aunque perdió el voto popular) en Estados Unidos? Es posible. Aunque el vínculo entre uno y otro evento no es automático. Lo cierto es que la realidad no coincide con el cuadro extremadamente sombrío que dibujó el multimillonario en su discurso de posesión. En octubre de 2007 la tasa de desempleo era de 4,7 por ciento. A fines de 2009 y comienzos de 2010 se ubicó levemente por encima de 10 por ciento. Es decir, se duplicó con la crisis. Sin embargo, desde 2010 ha disminuido en forma continua hasta llegar, en enero de 2017, nuevamente a 4,7 por ciento.
Además, con el Obamacare, la cifra de personas con aseguramiento en salud llegó a veinte millones. El programa ha sido criticado porque primas y deducibles son elevados y porque subsidios y proveedores son insuficientes. Aun así, la diferencia entre tener seguro de salud y no tenerlo es una cuestión de vida o muerte. Los republicanos -empeñados en eliminar Obamacare- tuvieron seis años para diseñar un reemplazo y no lo hicieron. A ellos solo les interesa bajar los impuestos a los más ricos y dejar la salud en manos del mercado.
Trump calificó en forma delirante el legado de Obama como una “matanza americana”. Eso evidencia su desdén hacia los hechos. El FBI registró en 2015 una tasa de cinco homicidios por cada cien mil habitantes, levemente superior a la de 2014 pero significativamente por debajo de las cifras de los años ochenta y noventa. Sin embargo, con sus mentiras y exageraciones el magnate ha sabido capitalizar algo que no es ficción: la frustración de quienes han visto disminuir sus expectativas y las de sus hijos en un contexto de creciente desigualdad. La debilidad de los esfuerzos de Obama para contrarrestar esa tendencia quedó en evidencia cuando encargó a Wall Street la gestión de una crisis económica creada por Wall Street.
Los esfuerzos de Obama en cuanto a promoción de la igualdad fueron más claros en términos de reconocimiento que de redistribución. A pesar de la persistencia de las tensiones raciales, el gobierno promovió la agenda de los derechos civiles y fue sensible a las demandas de minorías étnicas, religiosas y sexuales. En ese contexto, Trump encontró en esa mezcla de desigualdad social y políticas de reconocimiento, la oportunidad perfecta para galvanizar el nativismo, la intolerancia y la xenofobia, canalizando el resentimiento de la clase trabajadora blanca no solo hacia el establecimiento formado por demócratas y republicanos cosmopolitas, sino también hacia todos aquellos que no correspondan al ideal machista y anglosajón que es lo que él tiene en mente al vociferar: “América primero”. Así las cosas, pareciera que de nuevo las desigualdades exacerbadas por el liberalismo económico, atizan la política del miedo y del odio que ponen en peligro las garantías liberales de pluralismo, tolerancia y protección jurídica de los derechos, denostadas por ambos extremos del espectro político y que solo se aprecian bien cuando ya se han perdido.
En el discurso de posesión de Trump no hubo referencia alguna a lo que los gringos llaman sus padres fundadores. Tampoco Lincoln, Roosevelt, Kennedy o Reagan fueron mencionados. En cambio, en un fragmento de su discurso resonaron las palabras de Bane, uno de los archienemigos de Batman, anunciando que le devolvería el poder al pueblo. En boca del magnate la categoría “pueblo” es excluyente no solo por su nacionalismo racial sino porque con su desprecio hacia las instituciones (“el establecimiento”), es fácil que sustituya al “pueblo” por el “yo”.
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