El vaivén cadencioso y frenético de un par de piernas sobre unos pedales avanzando por la geografía española, tuvo el alma de miles de colombianos en vilo. La figura menuda de Nairoman, elevado por el sentir popular a superhéroe, se impuso (con aplauso de Fromme incluido) frente a ciclistas mejor “equipados” físicamente tras años de buena alimentación y cuidados, en latitudes con condiciones superiores de vida a las nuestras. A falta de uno, buenos fueron cuatro colombianos en igual número de equipos los que nos hicieron sentir algo que no sabemos muy bien qué es, cómo está hecho, ni cómo se usa, pero que experimentamos a tientas primordialmente en las justas deportivas internacionales: el orgullo de la colombianidad.
Este año hemos estado “mal acostumbrados” a esa sensación indefinida pero deliciosa en el pecho gracias también a los medallistas olímpicos nacionales en Río. Por un lado, están las caricaturas de la colombianidad con sus dosis de verdad y de deformación y las realidades escandalosas de corrupción, violencia, envidia “made in Colombia” o la mediocridad endémica de algunos. Por otro, los logros palpables que nada tienen de cómico y mucho de valiente de Atapuma, Chavito, Ibargüen, Pajón y Alvear, entre los más recientes.
Junto con ellos, cuyos triunfos son magnificados por los medios, hay miles de talentosos excluidos a lo largo de los 1101 municipios colombianos que sin reconocimiento alimentan sus esperanzas con aguapanela, arepa, maíz, fríjol, arroz o ñame. Lo increíblemente irónico es que no somos conscientes de ello. En un país azotado por más de 50 años de conflicto, es normal sobreponerse a las circunstancias más adversas sin aspavientos ni gestos de orgullo frente a los buenos resultados. Pero si entre 87 representaciones olímpicas ocupamos el puesto 24 y si conformamos el 11% de los miembros de 4 grandes equipos, en una competencia de la talla de la Vuelta España no es difícil pensar el talento en Colombia es masivo pero anónimo.
Ese anonimato, lejos de ser una desventaja, es un enorme potencial de desarrollo que debería poder hacerse real con un país en paz. Con una paz imperfecta, en construcción y sin saber muy bien cómo aprehenderla, pero al fin y al cabo mejor que una guerra incesante. Desconocer que hay enemigos de la paz porque se benefician política y económicamente de la confrontación es ingenuo, pero tampoco es exacto pensar que ellos son mayoría. La generalidad corresponde a personas como este servidor y muchos de los que leen estas líneas, con familias que trabajan por sus sueños en medio de las dificultades de un país que a fuerza de mandatarios y equipos de gobierno que han estado por debajo del momento histórico que hubieran podido usar en bien de todos, se han encargado de que el talento no tenga como florecer.
Los “amigos” del sí y del no, cada uno con sus argumentos, -repito la mayoría bienintencionados- seguramente coincidiremos en que lo justo para nuestros hijos y sus hijos es poder poner las capacidades y potencialidades al servicio de algo mayor a simplemente no marchitarse en un país sin oportunidades. Es bien sabido que los íconos mediáticos a los que nos referimos han hecho proezas apoyados por otro “anónimo” que se niega a dejar morir la ilusión, con unas ganas tan intensas que solo pueden tener semejante fuerza por estar nutridas con adversidad férrea. Porque de los gobiernos de turno, poco o nada.
Cuando los políticos y gobernantes se queden sin el argumento de que la guerra se lleva la tajada más grande del presupuesto, quedará más expuesta su corrupción o ineptitud y será cada vez más apremiante hacer visibles las posibilidades para los ciudadanos. Porque si hay algo que está claro es que un reto grande en este país es dar cabida, desarrollo y maduración al talento, porque lo hay. Talento para dar y convidar.
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