Alguna vez en Colombia las identidades partidistas fueron muy fuertes. En el siglo XIX -afirma David Bushnell- hubo política partidista nacional aún antes de que surgiera una cultura y una economía verdaderamente nacionales. A mediados del siglo XX, el sectarismo nutrido por las élites de los dos partidos tradicionales para enmascarar intensos conflictos sociales, dio paso al Frente Nacional que inició la erosión de la cultura bipartidista. Esa erosión continuó con el gamonalismo turbayista que hizo del clientelismo un canal de movilidad social en las regiones, mediante redes particularistas locales con poder suficiente para desafiar a los cuadros y directorios nacionales. La crisis de los partidos tradicionales se completó con la descentralización y la Constitución de 1991 que alentaron la fragmentación del sistema de partidos y, finalmente, con el caudillismo mesiánico de comienzos del siglo XXI.
A pesar de que las identidades “liberal” y “conservador” fueron muy importantes hasta hace pocas décadas, aún en el contexto de la cultura bipartidista, la política colombiana ha tenido como rasgos históricos constantes el faccionalismo y el particularismo. El faccionalismo ha sido una característica del sistema político subordinada al particularismo en su sentido más amplio. Me explico: Las disidencias y desacuerdos partidarios tienen más que ver con reclamos particularistas que con diferencias ideológicas o programáticas. El particularismo es lo contrario al interés público y se expresa en el clientelismo, la empleomanía y la asignación de contratos entre financiadores de campañas políticas. El particularismo cala en una sociedad individualista y fragmentada social y políticamente como la nuestra. En 1880 circulaba en el país un panfleto en verso que decía en uno de sus fragmentos:
“En tres partidos Colombia
Dicen que se dividió,
No reconozco más uno,
Y es el partido del Yo”.
Ciento treinta y seis años después, el que sigue predominando en Colombia es el “Partido del Yo”. De hecho, el “Partido del Yo” parece ser el único eficaz en la preservación de lealtades políticas en el país. Ese, el “Partido del Yo”, es al que pertenecen Clara López y Jorge Londoño, dos de los nuevos ministros del gabinete del presidente Santos. Provenientes del Polo Democrático y de la Alianza Verde, ambos políticos representan bastante bien la vocación personalista que anima a buena parte de los políticos colombianos, habitantes de un ecosistema seudo-partidista gobernado por la distribución de presupuestos, puestos y contratos. Ambos estropean los esfuerzos de algunos líderes de ambos partidos, orientados a consolidar colectividades capaces de ejercer la oposición, manteniendo su respaldo crítico y propositivo al proceso de paz. Pero su proyecto se ve obstaculizado por el “Partido del Yo”. Clara López y Jorge Londoño -independientemente de sus méritos- continúan la tradición de izar las banderas de la oposición no para ser alternativa de poder, sino para obtener un nombramiento en el gobierno.
Tanto al interior del Polo Democrático como de la Alianza Verde, hay sectores complacidos con las nuevas figuras que ocupan las carteras de Trabajo y de Justicia. El problema es que esos nombramientos no se derivan de ningún acuerdo programático negociado entre el gobierno y la dirigencia -incluyendo a las bancadas- de esos dos partidos. La política es en buena medida, negociación y compromiso. No sería reprochable la participación de representantes de partidos de oposición en el gabinete si fuera como resultado de una agenda de políticas públicas negociada y acordada entre el gobierno y las instancias que -incluyendo por supuesto, sus propias bancadas- son responsables en cada colectividad, de la toma de decisiones políticas. Eso no fue lo que ocurrió. Así que quienes en el Polo y en la Alianza Verde aplauden esos nombramientos, claramente no tienen interés en modernizar y consolidar a sus partidos. Las razones de esa complacencia son evidentemente personales o personalistas. Parafraseando a Marco Palacios, podemos afirmar que Clara López y Jorge Londoño no buscan una posición como líderes de una clase dirigente, sino apenas, acomodarse como miembros de la clase dominante. ¡Qué decepción!
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