Hace años vi una película dura que recomiendo para vacaciones. Se llama “Tenemos que hablar de Kevin” y al comienzo aparece la actriz Tilda Swinton, la protagonista, quien llega a pagar en la caja de un supermercado y descubre que todos los huevos que lleva en el carrito están quebrados. Alguien los rompió a propósito. Alguien que no la conoce la odia, no por algo que ella haya hecho sino por ser lo que es: la mamá de su hijo.
Recordé esa película a raíz de dos tragedias recientes: el accidente aéreo en La Unión, en el que murieron 71 personas, incluidos los futbolistas del Chapecoense de Brasil y 20 periodistas, y el atroz homicidio en Bogotá de Yuliana Samboní Muñoz, de apenas 7 años.
En ambos siniestros el dolor de las víctimas se convirtió, a la velocidad de Facebook, Twitter y Whatsapp, en rabia furiosa de miles de personas en contra de dos rostros concretos: el capitán Miguel Quiroga Murakami, piloto del avión de Lamia, quien al parecer confió de manera imprudente en que la gasolina alcanzaba para el trayecto y no avisó oportunamente sobre la emergencia para evitar una millonaria multa, y el arquitecto Rafael Uribe Noguera, en cuyo apartamento la Policía encontró el cuerpo violado y asfixiado de Yuliana, mientras él era atendido en una clínica privada por una sobredosis de perico y aguardiente.
“Mi marido no era ningún monstruo. Ojalá dejen de atacar a mi esposo, dejen de hablar de cosas que no saben. Mi marido dejó tres hijos que acceden a redes sociales”, dijo el pasado jueves Daniela Pinto, la viuda del capitán Quiroga, quien se siente amenazada. Por su parte, la familia Uribe Noguera expidió el lunes un comunicado en el que dice: “la tragedia también nos toca a nosotros desde todo punto de vista, pero sobre todo desde lo humano y lo familiar. Nosotros, como familia, no podemos darle la espalda en estos momentos de angustia, confusión y dolor”.
Las familias de los victimarios llevan la procesión por dentro. No solo enfrentan el duelo por la desgracia de su ser querido, sino también la rabia de la multitud: que encarcelen a todos los de la aerolínea, a sus familias, que los dejen en la ruina. Que castren al asesino, que le den cadena perpetua, pena de muerte, que lo violen muchas veces en la cárcel, que le echen ácido, que lo piquen con cortaúñas, que lo torturen. Ideas de gente con iniciativa que usa las redes sociales como espacio para el linchamiento. Parece una subasta del horror: ¿Quién da más? ¿Quién tiene una propuesta más macabra?
Mientras la turbamulta vocifera, el psiquiatra José Posada explicó en Revista Semana que el 1% de la población sufre pedofilia, un trastorno adquirido en la etapa fetal, que requiere terapia cognitiva para tratar de modular los pensamientos distorsionados. El problema es que el trastorno genera estigma social y “si se estigmatiza la persona va a reprimir y esconder más su condición mental y así serán más difíciles la ayuda y la prevención”. Según cálculos del psiquiatra Posada “en Colombia debe haber 480.000 pedófilos. La pregunta es ¿dónde están y qué estamos haciendo con ellos?”.
La turba opina que los castren a todos y el presidente del Congreso que hundió el referendo de la cadena perpetua anuncia un nuevo proyecto de ley para revivir la iniciativa. No alcanzará a tener cuatro debates en esta legislatura, pero no interesa: lo que importa no es la política pública criminal o de salud mental, ni los tratamientos para drogadicción y alcoholismo, sino la coyuntura noticiosa que permite lanzar un titular en horario Triple A, y aprovechar que “el pueblo está berraco” para hablar de las Farc, bajo el manto de la solidaridad y la indignación.
Hace casi 4.000 años Hammurabi, Rey de Babilonia, creó un sistema normativo basado en la Ley del Talión que conocemos como “ojo por ojo, diente por diente”. La justicia como retaliación funcionó por siglos hasta que conceptos religiosos que invitan a poner la otra mejilla, e ideas políticas más garantistas, empezaron a limitar la crueldad del Estado. Hace 250 años Cesare Beccaria publicó el clásico De los delitos y las penas, en donde pide abolir la pena de muerte, argumentando que el fin del Estado es proteger a los seres humanos, no destruirlos. La pena busca resocializar, no vengarse.
Por supuesto que condeno las dos tragedias mencionadas. Me generan tristeza, desconcierto, impotencia y espero que la acción de los jueces garantice verdad, justicia y reparación. Pero las reacciones de estos días revelan bien a quienes las expresan: gente que defiende hacer justicia por su propia mano como hace 40 siglos, que clama venganza y que, a nombre del dolor, se olvida del dolor de los demás. Leyendo tantos comentarios me pregunto ¿quiénes son los monstruos?
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