Lamento decepcionarlos, este título no habla de otro romance del nobel peruano, Mario Vargas Llosa, que lo pusiera en las revistas del corazón. Se refiere a lo que dijo en Manizales en 1999, cuando tuve la fortuna de asistir a su conferencia y a la rueda de prensa que ofreció en el Festival Internacional de Teatro: "El teatro fue mi primer amor literario".
Lo que atrajo la atención sobre Los cuentos de la peste a comienzos del 2015 más que un nuevo libro del nobel fue la certeza de que él actuaría como personaje de esta dramaturgia, inspirada en algunos cuentos del Decamerón, de Giovanni Bocaccio, esa casi obra sagrada.
La tradición dramatúrgica de Vargas Llosa sin ser extensa, no es despreciable. Ya había tenido relación con crear para las tablas con La señorita de Tacna, Katy y el hipopótamoy La Chunga, que sus críticos definen como la única realmente teatral, cosa a la que él no le presta atención, o al menos no se la prestó en ese 1999. Luego vino El loco de los balcones.
Todas fueron muy distintas, jocosas algunas, casi perversa la que salió de ese personaje de La Casa Verde. Viene ahora esta especie de clásico, en la narrativa y en el tema. Lo mejor de Los cuentos de la peste es la introducción, en la que ese gran ensayista de literatura que es Vargas Llosa pone en contexto al lector, de cómo desde la primera vez que leyó ese casi texto sagrado que es el Decamerón, identificado como el precursor de la literatura moderna, realista, estaba escrito en clave teatral, pues las escenas iniciales de cómo un grupo se reúne a contarse historias para escapar de la peste que se vivía en las calles de la Florencia de la Edad Media, no puede ser sino vívido.
Es como cuando contó en Manizales el descubrimiento que fue el teatro para él. Dijo, entonces, que sucedió en Cochabamba (Bolivia), y que si en Perú hubiera existido un movimiento teatral fuerte en ese tiempo, esta ciudad no habría recibido al novelista de algunas aventuras teatrales, sino al dramaturgo de algunos intentos novelescos.
Ahora lo hace realidad al no solo escribir, sino al meterse a actuar, a las tablas. Y es en esa escena inicial de Bocaccio en donde encuentra cómo recrear esos cuentos 600 años después, atrapa el tono libertinoso de Bocaccio, el mismo suyo en varias obras. En las tablas no son 10 los personajes, sino seis, que se desdoblan, ni 100 las escenas, sino apenas unas selectas.
"Cuando uno escribe, he tenido siempre esa sensación, hay unos fantasmas que aparecen, que comparecen allí adentro escondidos..." Esto le respondió Vargas Llosa a Orlando Sierra en una afortunada entrevista que el subdirector de LA PATRIA le hizo al escritor en su visita a Manizales. Y un fantasma aparece en esta dramaturgia. Una mujer que solo es real cuando actúa, pero como parte de los personajes es ausencia, es aquella que muere por la peste y acompañará por siempre al duque Ugolino, ese hombre capaz de arruinar su noche de bodas, pero no de resarcir el daño.
La historia está cargada de erotismo, pero también de realismo, de la necesidad de enajenarse a través de cuentos, de recrear para evadir la peste que carcome. Es también un tratado sobre Bocaccio, un personaje más, que se confronta frente a lo que hace o ha escrito hasta ahora y de lo que será su futuro, de cómo se alimentará de estos cuentos actuados.
Crear sobre lo creado es algo nada fácil. Aquí lo que hace el laureado escritor es dar a luz una nueva obra, con base en las ideas de otro, se enriquecen y se llevan a escena. Todo un logro de un nobel. Ojalá algún día pueda ver su actuación, sobre la que tengo prevenciones. Ya lo había dicho él en Manizales: "el escritor de novelas jamás llega a vivir lo que ha escrito, cosa contraria ocurre en el teatro". ¿Lo habrá vivido o será un escritor acutando? Ya lo veremos.
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