La forma triste y oscura como se entendía la vida del hombre común en la Europa del medio evo, suponía la negación de sus aspiraciones y potencialidades, aplazadas para el más allá, y así, en el más acá, su existencia transcurría en la prisión del miedo y la culpa, construida por la catolicidad de la época como fundamento de una forma económica de concepción del mundo conocida como el feudalismo.
Al cristiano se le recordaba de manera permanente la amenaza que existía sobre su cuerpo y su alma de pecador incorregible, gracias a lo cual iría a consumirse en el fuego del infierno y en el mejor de los casos al tormento de las llamas purificadoras del purgatorio; escenario propicio para que se aceptara la autoridad señorial propia de la época feudal, sostenida por los siervos atemorizados con la mirada implacable de un Dios vengador y torturador capaz de una crueldad indecible, al que había que temer en proporciones sobrehumanas.
Esta, por supuesto, era una triste y aterradora dimensión de la cristiandad en la que un Dios, acreedor insaciable, marcaba la ruta del castigo eterno -en todo caso desproporcionado de acuerdo con el derecho penal de los hombres, toda vez que unas pequeñas faltas producidas en una existencia pasajera, vivida en un suspiro de los tiempos, serían suficientes para una condenación perpetua-.
En esa vorágine de sentimientos de culpa, castigo, penitencia, sufrimiento, tormento, purificación y mortificación, no podía sino producirse una ética civil culpabilista y de venganza generalizada, en la que las enfermedades, las plagas, los fenómenos naturales, en fin, las tragedias, eran identificados como castigo divino, y por esa vía se fue también santificando la venganza de los hombres nominándola como justicia.
Y aunque el triunfo de la modernidad develó al hombre, lo cubrió de dignidad, lo exaltó y lo liberó de la culpa y de la amenaza permanente, al que más adelante reconoció como ciudadano con derechos y deberes; en la intimidad de la individualidad fueron quedando resquicios de dicho futuro eterno vinculado con las llamas del infierno y la condenación eterna, los cuales fueron aminorándose en las sociedades europeas que vivieron dicho fenómeno.
Situación diferente experimentaban las naciones como la nuestra, que para la época vivían la dominación colonial, que exacerbaba el discurso de la culpa y del sufrimiento como proyecto de vida terrenal, precisamente para mantener dicho régimen.
Pero nuestro país, una vez liberado del yugo invasor, luego de dar vueltas perdido en la mitad de las ideas políticas del momento, en 1886 se colocó a sí mismo la conyuda de una Constitución de estirpe feudal con todas sus características, cuya vida se prolongó hasta 1991.
Eso explica parcialmente que una fracción de nuestra sociedad siga atribulada por la culpa, por el miedo y por la deuda eterna, impulsando una crueldad anímica en la cual no tiene cabida el perdón, la reconciliación ni la misercordia.
Aunque vamos caminando hacia esa otra relación más sana con nuestra divinidad, aún nos negamos a ver en ese Dios a un ser amable, generoso, capaz de una misericordia tan grande como su poder, que envió a su hijo para que muriera por nuestros pecados de manera anticipada a su comisión. Ese Dios que lo único que nos pide es que lo amemos por encima de todo lo mismo que al prójimo, especialmente al que nos ha hecho daño; y que nos invita a que seamos triunfadores, prósperos y felices.
Con toda razón y autoridad el papa Francisco ha dictaminado que el medicamento que le falta al mundo para ser feliz, se llama "Misericordina".
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