Aunque apenas había terminado la primaria con harto esfuerzo, Jesús lo había dado todo por crear la escuelita en su vereda, la levantó con sudor y lágrimas y se convirtió en el profesor de doce niños entre primero y quinto de primaria; esas sonrisitas lo colmaban de alegría y no le importaba ponerle rostro y nombre propio a la labor con la que de entrada arriesgaba su vida en una Colombia que no 'necesitaba' libros en el campo.
En uno de sus tantos regresos a casa, llevaba el morral terciado y la planchita con agua de panela en el bolsillo de atrás, ya iba cayendo la tarde y estaba rendido de pedalearle a esa bicicleta en ese sillín desbaratado. Un pedacito de camino le faltaba todavía para divisar la puerta del rojito desteñido que se asomaba entre los naranjos tras la cual lo esperaba Marta, su esposa, y Carlos, su chuiquito de dos años. Caminaba despacio y meditabundo recordando a Lucerito diciéndole orgullosa esa mañana: “–Profe, anoche como que se iban a dentrar otra vez esos que le pegaron el otro día a mi apá y yo solté al perrito, demás que por eso fue que salieron asustados y no nos jodieron casi, no más se llevaron como tres gallinas y ni tiros se escucharon.” Se le aguaron a Jesús los ojos al recordarlo y se le fue subiendo la rabiecita que le sabía dar, respiró profundo, sacó la planchita y se sentó a la sombra volviendo en los pensamientos de siempre, en aquellos que tantas veces había expresado y que le indignaban más que nada en el mundo: « ¿Cómo carajos estos niños tienen que soportar tanta miseria? ¿Cómo es que no pueden soñar ni de noche ni de día? ¿Cómo es que los peladitos no saben si mañana van a tener pa’ desayunar, no saben si ya van a encontrar a la mamá llorando porque la tocaron o le chantaron otra amenaza o si les van a matar al papá? ¡Es que estudiar pa’ ellos qué va a ser lo más importante! Ni saben qué van a tener que esquivar en el camino; una noche le toca al vecino y no más piensan en cuándo les va a tocar a ellos. Lucho ya lleva dos días sin arrimar a la escuela y uno ya se sospecha que lo sacaron con la mamá y las hermanitas del rancho, demás que esa fue la casita que quemaron. Esto así no tiene cuándo funcionar, uno se esperanza en los niños y la niñez de ellos está más aplastada que quién sabe qué, ellos quieren es como salir corriendo de este mundo que les arranca las poquitas ilusiones que les van quedando.»
Llovió tanto esa noche, que al parecer el río se creció y no lo dejó pasar -o eso quería pensar Marta que se quedó con el chocolate servido y el corazón quebradito-; llamó a los vecinos y salieron a buscarlo con burritos y linternas. Ningún río crecido. Continuaron su camino y debajo de un árbol encontraron la vieja bicicleta, su planchita y el morral con una nota que medio se entendía: "Les seguimos dando motivos pa’ que lloren y pa’ que dejen de estorbar."
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