Una mujer que fue retenida por un exguerrillero del ELN, un hombre que quedó en silla de ruedas tras ser víctima de un robo y un padre al que le asesinaron a su hijo. Todos ellos fueron capaces de perdonar.
Eso, perdonar, seguro no es fácil. Gustavo Gutiérrez lo sabe y por eso en su comedor se ven papeles con frases célebres como la de Nelson Mandela: “Si quieres hacer la paz con tu enemigo tienes que trabajar con él. Entonces se convierte en tu compañero.”
Gustavo, líder comunitario y director de Biblioguetto, vive en el barrio Petecuy, en el oriente de Cali, donde se llevaron a cabo actividades en el marco de la Semana por la Paz y de la campaña nacional llamada Soy Capaz.
Allí, en las calles de ese barrio que ha sido golpeado por la violencia, por ejemplo, se jugó un partido de fútbol que sirvió para unir a los habitantes del sector y enseñarles a vivir en paz y a ser capaces de perdonar.
“Acá se ha logrado, con trabajo social, ayudar a muchos jóvenes que en algún momento pertenecieron a pandillas. Su pensamiento y actuar ha cambiado. De todo este proceso, incluso, también hay historias de perdón, casos de víctimas y victimarios que aprendieron a vivir en un mismo sector tras varios procesos de reconciliación”, dice Gustavo.
La Comuna 21 de Cali también fue escenario de veladas de oración y de marchas por la familia y la paz. En toda la ciudad se reflexionó sobre eso que suena repetitivo: la paz, el perdón y la reconciliación.
Para el arzobispo de Cali, monseñor Darío de Jesús Monsalve, las historias de perdón que leerán a continuación y lo que pasó la semana pasada en la ciudad, son el mejor ejemplo para decir que es el momento de ponerle el cuerpo a la paz. “Hagamos de la paz una realidad sincera, concreta, personal y real”, dice.
“CADA ABRAZO ES MI MANERA DE PEDIR PERDÓN”
Fue un abrazo de reconciliación, de perdón, de paz. Desde enero pasado, cuando Edison le confesó a Olga que él había sido el guerrillero que la había retenido en el 2005 a ella y a varias personas que realizaban un censo en una vereda de Barbacoas, Nariño, el abrazo se repite cada que se ven.
El jueves pasado, en el Centro de Capacitación Don Bosco, en El Diamante, al oriente de Cali, los dos se volvieron a abrazar cuando se vieron, como dos grandes amigos. Ahora, frente a frente, cada uno recuerda el momento de la retención.
Edison dice que la zona donde se estaba realizando el censo era territorio del ELN y por eso ordenó que en cuatro lanchas recogieran a todas esas personas y sus pertenencias, para saber qué tanta información tenían.
Olga, en cambio, recuerda que al cabo de unas horas y luego de un interrogatorio los dejaron ir a todos, pero los papeles y equipos tecnológicos que tenían los perdieron, no fueron devueltos.
Tal vez por esto para Edison, quien se incorporó a este grupo guerrillero en el 2001, cada encuentro con Olga hoy es una manera de “pedirle perdón no solo a ella, sino a Dios, a mi propia familia y a todas las personas a las que en algún momento les pude haber hecho daño”.
Olga, a su vez, dice que cada abrazo de Edison demuestra la valentía, la fuerza y las ganas de reconciliación que él tiene. Olga no siente temor porque sabe que su amigo ya se reintegró a la sociedad. Ella le aceptó las disculpas, cada que puede lo hace, ya lo perdonó.
Los dos, él de 59 años y ella de 28, actualmente realizan labor social en el barrio Mojica de la capital del Valle, en proyectos apoyados por la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) y otras organizaciones.
Los dos coinciden en que haciendo esto aportan un granito de arena para la construcción de paz del país. Edison y Olga se despiden con otro abrazo.
“NO ES FÁCIL, PERO SI UNO QUIERE PERDONA”
Por mucho tiempo, la historia de Flavio Jiménez ha sido el mejor ejemplo de perdón en Cali. Hace 16 años, un joven asesinó de un tiro en el corazón a su hijo, una promesa del bicicross, por robarle las zapatillas en Ciudad Córdoba.
Pese a este dolor, Flavio, de 69 años de edad, sanó este capítulo de su vida y en un acto silencioso de perdón decidió apoyar deportivamente al hijo del asesino de William Alexander Jiménez, 14 años cuando murió, mientras éste pagaba su condena en la cárcel.
Flavio no se cansa de contar esta historia, el jueves pasado lo volvió a hacer. Esta vez, desde el punto de partida de la pista de bicicross que lleva el nombre de su hijo, a un lado del Velódromo, en el sur de la ciudad. Allí, Flavio muestra las fotos de su deportista, ese que antes de que lo mataran había quedado campeón nacional y se alistaba para ir a Australia.
“No es fácil, pero si uno quiere puede llegar a perdonar. Lo único que yo quise hacer con el pequeño, sin decirle quien era y por qué lo hacía, fue tratar de que fuera un campeón, como yo quería que pasara con William. Él no tenía la culpa de los actos de su padre”, dice Flavio.
El día que salió de la cárcel el asesino del hijo de Flavio, éste se lo encontró y le reclamó por qué lo estaba ayudando pese a lo que le había hecho. Flavio le explicó, pero no lo comprendió. Nunca más dejó que el niño volviera a entrenarse con él en su escuela deportiva.
Flavio perdonó y es feliz con su esposa y sus otros tres hijos. Hoy, en su escuela, quiere seguir teniendo “muchos William, muchos campeones de la vida”.
“SOLO HE PRACTICADO EL EJERCICIO DEL PERDÓN”
Si Álvaro Herrera se encontrara de frente hoy al joven que hace trece años le disparó por la espalda, luego de robarle su reloj, le diría que no siente rencor. Le diría que en todos estos años ha venido practicando algo que llama el ejercicio del perdón, que le ha permitido eso que habla: no tener resentimiento.
Álvaro quedó paralizado de la cadera hacia abajo, producto de la bala que le impactó en su cuerpo el 4 de julio de 2001, a las 7:00 a.m., a unos metros de su casa en el barrio Ciudad de Cali, en el oriente de la capital del Valle.
Es jueves 11 de septiembre y este hombre, de 48 años de edad, habla montado en una silla de ruedas que adecuó a su gusto. Está en una esquina del barrio Potrero Grande, también en el oriente de la ciudad y desde allí dice que nunca denunció al hombre que lo robó y le disparó, pese a tener leves sospechas de quién podría haber sido.
“No ganaba nada con que él hubiera sido capturado y metido preso, eso no me iba a hacer caminar. Además, pese a lo difícil, comprendí que nadie sabe los problemas de las personas y por qué hacen lo que hacen, y más en este sector de Cali, donde las oportunidades son tan escasas”, cuenta Álvaro y repite que con su victimario y con todo el mundo está en paz, así como el graffiti que tiene detrás, pintado en un muro que antes servía como división de dos pandillas en guerra, de jóvenes sin oportunidades.
Álvaro hoy trabaja con todos ellos, busca darles ese chance que, seguramente, no tuvo ese muchacho que le disparó.
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