El 15 de mayo celebramos el Día del Maestro, una conmemoración fundamental, ya que las personas que abrazan esta profesión son las que aportan las bases fundamentales en la formación de nuestros niños y adolescentes, son las personas que apoyan y complementan la labor que hacemos los padres de familia en el hogar, pero en algunas situaciones, que no son ideales, ellos son los que transmiten valores, conocimiento y disciplina, cuando por alguna razón el niño no las recibe en casa. Como decía el padre Álvaro Vélez, anterior rector del colegio San Luis Gonzaga: “Hay muchos niños huérfanos de padres vivos”, quejándose de la poca presencia de algunos padres en la vida de sus hijos y es ahí cuando la labor de un buen docente adquiere dimensiones fundamentales para una sociedad en crecimiento y transformación como la nuestra.

Tengo gran cariño y admiración por esta profesión, que he ejercido en algunos momentos de mi vida y que me viene de sangre, porque mis dos abuelos paternos eran maestros, todavía me encuentro con exalumnas de mi abuelita Sofía, que la recuerdan con mucho afecto y respeto, pues era una mujer muy inteligente y sobresaliente para su época, de gran cultura; pintaba, tallaba y repujaba en cuero. Era tan notable que le ofrecieron una beca para irse a estudiar medicina a París, pero en esa época su familia, muy tradicional, no la apoyó para dar este gran paso, eran los inicios del siglo 20, así que era impensable mandar a una mujer joven, sola, a estudiar a otro país. Mi abuelo era matemático y ajedrecista, en nuestro hogar conservamos los trofeos que ganó en ese campo. Ellos, sin duda ayudaron a formar varias generaciones de personas muy valiosas para la sociedad, entre ellas a mi padre.

Mi hija describe a su profesor ideal como aquel que se preocupa por sus estudiantes, es estricto, pero no cuadriculado, enseña sus clases con pasión y tiene conocimiento de muchas cosas, pero para describir al maestro ideal me permito utilizar las palabras de una gran amiga mía, Melva Valencia Osorio, quien fue docente en el Instituto Universitario de Caldas hasta que se jubiló, ella lo sintetiza de la siguiente manera: “Es el que escucha y mira a los ojos a sus alumnos, con mucho amor, con comprensión y respeto. El maestro que toca el alma de sus alumnos, independientemente de la academia, es el que abre el corazón de sus pupilos para transformar sus mentes, transformar todo su ser. Las máximas “conócete a ti mismo”, “se tú mismo”, si el profesor es consistente en esto, puede llevarlos a reconocerse como seres grandes, inmensos, infinitos, con un gran potencial que los lleve a ser felices. Establecer siempre una relación afectiva muy fuerte, sin juicios, respetando las historias de vida de cada alumno. Para lograr esto, es indispensable la conexión afectiva, no solamente con el alumno sino con sus familias, porque detrás de ellos hay una historia, hay un mundo que requiere ser mirado y aceptado con amor y comprensión, entonces el profesor debe estar muy equilibrado para asumir ese reto de conducir a los niños, las niñas y los adolescentes a buen puerto de una manera muy afectuosa, es lo más importante”. 

Para mí, la labor de ser maestro no puede ser asumida ni ejercida si no hay vocación, porque ser profesor requiere entrega y amor, si estos ingredientes están ausentes el maestro se convierte en un simple transmisor de conocimientos, cuando en sus manos está la labor más noble e importante para una sociedad: la formación de buenos seres humanos.